POR: VICENTE ANTONIO ZEBALLOS SALINAS
Al cerrar la década de los setenta, el gobierno militar, obligado por el rechazo ciudadano, una contundente movilización social y los sindicatos en su mejor expresión, fue forzado a una respuesta política: primero se convocó a una Asamblea Constituyente y luego a elecciones generales. La ruta democrática pronto se vio alterada. Doce años después, Alberto Fujimori rompe con esa evolución política con el autogolpe del 5 de abril de 1992. No podemos negarlo: una entusiasta población aplaudió con efervescencia esa decisión, pero esa misma masa humana, con el entusiasmo y hartazgo retenido, volcó en las calles y plazas su repulsa contra los crímenes y robos de aquel déspota.
No nos adentramos en nuestra larga historia republicana, ineludiblemente apegados a la inestabilidad política y la corrupción, taras como mal congénito que no se sacuden y se proponen como problemas estructurales que nos retienen en el tiempo, no permiten crecer ni consolidar nuestra endeble institucionalidad democrática. Y cuando vamos al encuentro de nuestro pasado inmediato, creyéndolo ya vivido todo, con las cruentas experiencias que parecieran haber cicatrizado, fluye fresca la herida expresando su dolor y desgracia. No salimos del fango político. Claro, nuevos actores con la crónica enfermedad.
Alberto Vergara, en una pasada polémica mediática con los “hortelanos” de Alan García, iba al encuentro directo de nuestra incapacidad de construir instituciones, del reclamo airado de “republicanismo”. Desde una vertiente novelesca, Zavalita en «Conversaciones en la Catedral» preguntaba ¿cuándo se jodió el Perú? Desde la vuelta democrática, se sucedieron distintos gobiernos, una aparente tranquilidad política, sin ausencia de los contrastes propios de su ejercicio: altibajos soldables, instituciones que funcionaban con naturalidad y apegadas a los mandatos constitucionales. Sin embargo, la prepotencia, arbitrariedad y autoritarismo estaban en la sala de espera, pendientes de su oportunidad, soportados en la fragilidad de la memoria ciudadana y las propias falencias institucionales, para ponerse de manifiesto con las primeras acusaciones de «fraude electoral», descalificando resultados, denostando a las autoridades electorales y ninguneando la decisión de los electores.
Pronto nuestros formatos políticos ingresaron en una vorágine incontenible. Poco importaba nuestra construcción democrática, ausencia de prudencia y responsabilidad en las instituciones, acusaciones de deslegitimidad por doquier, pública colisión de poderes, interferencia en la autonomía de los órganos constitucionales. Los medios de comunicación con facilidad se alineaban a las facciones políticas, trastocando su rol objetivo e informativo. La ciudadanía, en el desconcierto, optaba por mirar desde la tribuna de la incomodidad, como el presente en la fiesta a la que nunca fue invitado.
Suficiente una basta representación parlamentaria. Fueron una gravitante mayoría de 73 en un grueso de 130, que les hicieron concebir que eran el primer poder del Estado, como hasta el día de hoy —desde el seno del Congreso— se viene vociferando. Para acudir a un sistemático acoso a nuestra democracia, desde una innovadora estrategia, ya no necesitaban, como fue nuestra tradición política, de apelar a los cuarteles. Esta vez era menos complejo darle una vestimenta jurídica a su prepotencia. Desde las propias disposiciones constitucionales se impulsa instrumentalizar la Constitución, a lo que técnicamente se le llama “constitucionalismo abusivo”, empezando por invocarse una añeja disposición: está allí desde 1839, la figura de la vacancia presidencial, bajo el sesgo mayoritario de los votos congresales, como contundente argumento para la soberbia —no soberanía— de la decisión.
Desde entonces, ingresamos a un espinoso caminar político. En el 2018 fuimos convocados a un referéndum constitucional para que los peruanos decidiéramos sobre cuatro ejes temáticos precisos. La respuesta no podía ser de otra manera: una considerable mayoría decidió por eliminar la inmunidad parlamentaria, confundida con impunidad; reconfigurar el Consejo Nacional de la Magistratura, gravemente infiltrada por la corrupción política; transparentar el financiamiento de los partidos políticos, liberándolo de los oscuros aportes, y rechazar la bicameralidad, pues la propuesta congresal distorsionaba sus legítimos fines.
De aquellas expectativas ciudadanas, decididas como poder constituyente, queda cuasi nada. De manera provocadora hacen primar el principio de representación sobre la esencia democrática, el principio democrático, soslayando la prudencia política y excluyendo la voluntad ciudadana. Acaba de aprobarse en primera votación la restitución de la inmunidad parlamentaria. Supuestamente tendrá eficacia para el próximo Congreso, del que ellos mismos podrán participar al aprobar su reelección. La Junta Nacional de Justicia hoy es una caricatura de independencia y solvencia por la sesgada composición decidida por los propios actores políticos. El financiamiento de los partidos políticos, bajo el desarrollo de las normas reglamentarias, se ha convertido en una caja chica para el dispendio de recursos públicos. Y la bicameralidad, impulsada bajo la premisa de mejorar la representación sin cambios estructurales, es simplemente acudir a una reiteración en lo de siempre.
La perspectiva de ahondar la crisis política y la manifiesta predisposición de romper con todo saldo de institucionalidad no cesa. La arremetida se muestra agresiva, incesante y empoderada. Pues de aquel viejo principio recogido expresamente en nuestro ordenamiento constitucional, la separación de poderes —tal como lo define la propia Carta Democrática Interamericana, un pilar fundamental de toda democracia— queda reducida al formato de su declaración. El Tribunal Constitucional convertido en supremo intérprete de la indecencia política; la Junta Nacional, utensilio de los caciques partidarios; el Ministerio Público, en una crónica ambivalencia más proclive a su sobrevivencia; del Poder Judicial, poco que decir, en una actitud complaciente con el statu quo, salvando honrosas acciones de jueces independientes; el sistema electoral, acosado y en la incertidumbre ciudadana por su actuar en las próximas elecciones, poco queda de autonomía institucional.
A ello le agregamos las decisiones congresales, ya recurrentes, como la prescripción de los delitos de lesa humanidad o la iniciativa de amnistía, acompañado del impulso del Ejecutivo de posibilitar el retiro del Estado peruano de las competencias de la Corte Interamericana, no es más que describir un cuadro cuya imagen central es nuestro propio retroceso democrático.
Los grandes cambios se dieron por movilizaciones ciudadanas. Revisemos las referencias históricas: cómo se derrotó la esclavitud, cómo se lograron los derechos laborales o la propia reivindicación de las mujeres en sus derechos políticos. La protesta está definida como una esencial manifestación democrática. Ese silencio ciudadano tiene sus límites. Abraham Lincoln nos entrega una responsabilidad mayor: la democracia como gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo.
Ya es suficiente. Tenemos que salir de nuestra complaciente actitud de letargo y tolerancia. Es hora de la democracia, aquella que descansa en la decisión de cada ciudadano. Esa rebeldía tan humana de decir no al abuso y arbitrariedad fue tocada a su puerta. Defender la democracia y sus instituciones es defender tus derechos y libertades.