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19 abril, 2025 7:08 am

Nosotros los del C.N. de La Libertad (Parte III)

Relato íntimo de una excursión juvenil al cerro Huaracane, donde la aventura, la amistad y el paisaje moqueguano se entrelazan en una jornada inolvidable marcada por el calor, la escasez de agua y la satisfacción de la experiencia vivida.

POR: EDUARDO VEGAZO MIOVICH (PROMOCIÓN 1957)      

Un día domingo, poco antes de las cinco de la madrugada, cuando los postes habían cesado de brindar su luz artificial a partir de la medianoche y la ciudad dormía plácidamente, no se movía ni una pluma por las calles y, en medio de esa quietud, sólo interrumpida por inubicables y recurrentes cantos de gallos, nos reunimos cuatro amigos al pie del cerro San Bernabé, desde donde emprendimos la excursión, ya acordada, hacia el cerro Huaracane. Pasamos por La Villa, cruzamos el aeródromo con pista de tierra afirmada, denominado Hernán Türcke Podestá y, sin conocer la ruta más apropiada, enfilamos nuestras miradas con dirección al gran cerro.

Cuando el sol ya aparecía, con entusiasmados pasos, caminamos por senderos flanqueados por tapiales de barro y piedra de más de un metro de altura o entre cercos de alambre de púas. Fuimos cruzando algunas chacras y fundos, así como eludiendo —piedra en mano— los intentos de los perros guardianes ladrando amenazadoramente y, en algunos casos, acercándonos a ranchitos para conversar con los agricultores que encontramos al paso, quienes nos recomendaron tomar el rumbo más apropiado y más fácil para ascender.

Continuamos la marcha hasta que encontramos el río Huaracane casi pegado a las faldas del cerro, con muy escaso torrente de agua, por no ser temporada de lluvias y, por lo tanto, casi seco. Aguas abajo, en el punto llamado Yaravico, ese río confluye con el río Moquegua, que continúa hasta el final del valle moqueguano en La Rinconada, y luego, por estrecha, caprichosa y profunda quebrada, para discurrir por el valle ileño de centenarios olivos, hasta desembocar en la playa marina Boca del Río del puerto de Ilo.

De acuerdo a lo recomendado por aquellos agricultores, caminamos sobre la falda del gran cerro rumbo al oeste, y, por esa ruta, encontramos una quebrada seca, por donde se notaba que, en temporada de lluvias, habían discurrido aguas desde las alturas de ese y otros cerros. Nos desplazamos por ese cauce seco hacia arriba, hasta que llegamos a una zona menos accidentada y más accesible para el ascenso, es decir, por la parte posterior, hasta que llegamos a algo más de medio cerro, a una cresta desde donde, mirando atrás nuestros caminos recorridos, nos sorprendimos con esplendorosas e impresionantes vistas del valle del río Huaracane, del valle de Moquegua y de la propia ciudad. Allí, pasado el mediodía, reinaba un calor insoportable, que, unido al cansancio, notamos que el agua de nuestras botellitas se nos iba agotando y los panes con queso, también.

La hora avanzaba y calculamos que, si ascendemos por esa misma cresta a la cumbre del Huaracane —que sería a eso de las dos o tres de la tarde—, la luz del día no nos iba a alcanzar, así que optamos por lo sano y decidimos «dar la media vuelta», emprendiendo el retorno sobre nuestras huellas.

El desandar fue un tanto apresurado, pues orientándonos mejor y con vista panorámica, llegamos a la cabecera del aeródromo, nos desplazamos por un costado de la pista hasta que, cuando asomaban las tinieblas nocturnales, llegamos a una tiendecita del pueblito de La Villa, en donde los pocos «rialitos» que portábamos, sólo nos alcanzaron para comprar dos paquetitos de galletas arequipeñas «María» y dos sodas moqueguanas, «mitá pa’ cada uno».

Llegamos a nuestras casas a eso de las 7:30 p. m., en donde mentalmente diríamos: «misión casi-casi cumplida». Mi abuelito Pepe manifestó haber estado preocupado por la hora avanzada, pero sí complacido por el éxito del paseo realizado. Encontré un pan de Torata ya algo duro, pero igual pasó rápidamente y guardé el «resto del hambre» para el desayuno.

El día lunes en el Colegio contamos nuestra aventura; algunos nos creyeron y otros no. En fin, como dirían algunos españoles: «nadie nos quita lo bailao».

Análisis & Opinión