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28 febrero, 2025 3:35 am

Experiencia de lectura en nuestra vida escolar y un suceso extraordinario [Parte I]

El libro de mi mayor preferencia fue el de una enciclopedia llamada “El tesoro de la juventud”, maravillosa colección de temas educativos, históricos y culturales en general que enriquecían la imaginación del lector y, en mi caso, el incontenible deseo por seguir, dale que dale…

POR: LUIS F. VILCATOMA SALAS (PROMOCIÓN 1967)   

En los días aquellos de los 60, se despertó progresivamente en la subjetividad de cada uno (y lo siento así con indeclinable fuerza en mi propio ser personal) el gusto por leer, que tenía como punto de partida las asignaturas escolares, donde la posibilidad de una lectura entretenida y sabrosa era mayor, como, por ejemplo, en literatura, historias, filosofía y otras.

¿Cómo no recordar de este modo un curso que llevábamos con el profesor Miguel Constantinides Rosado, impreso con la tecnología de ese momento, con narraciones novelísticas sobre la vida humana en la floresta amazónica? Donde, además de la encantadora lectura en clases, conversábamos, promovidos y alimentados por la información y explicaciones del profesor, y resolvíamos, como medio de evaluación, un cuestionario propuesto por él mismo.

“¡Santo Dios, las tambochas!” fue una frase reiteradamente utilizada en esos días como un travieso grito de exclamación, sorpresa y alerta que usamos en nuestro juego de relaciones interpersonales, derivada de esas lecturas donde, precisamente, en un pasaje de la vida y lucha humana en la Amazonía, se hacen presentes estas hormigas de cabeza roja y cuerpo cetrino que devoran a la gente.

“¡Santo Dios, las tambochas!” gritaba Jovín Hipólito, un exordio de poeta grande como es ahora, en varios de nuestros retozones encuentros juveniles, y nosotros celebrábamos este grito con jolgorio y movimientos desmesurados de ánimo y cuerpos desbordados por las pulsaciones mozalbetes de vida y chacota.

Posiblemente, este brote inicial por aprender y gozar de aventuras, circunstancias novedosas y la infinitud de un saber que iba más allá de lo conservadoramente académico, estaba en correlación con la naturaleza inquisitiva y romántica de nuestra juventud, pero también con las circunstancias familiares de vida más inclusiva, donde los recuerdos, las anécdotas, las supersticiones, creencias, miedos y sospechas vernaculares que se contaban en la intimidad familiar, hayan incidido también en la formación de una inclinación discipular a buscar en las lecturas una suerte de reedición ampliada de la cultura familiar menos interrumpida, en esa época, por los medios de comunicación ortodoxos y redes sociales como se tiene ahora.

Un añadido extraordinario en la experiencia de lecturas lo tuvimos en la biblioteca del plantel. Una biblioteca bien abastecida, en los estándares escolares de la época, donde una vez por semana, en horas de la tarde, con el monitoreo de un docente (en mi caso recuerdo al profesor José Palomino Uría), éramos acogidos en un ambiente amplio, con mesas grandes y bien iluminado, donde pedíamos, a la persona encargada, el libro de nuestra preferencia. Una vez entregado, nos sentábamos con comodidad para devorar las páginas que despertaban nuestro interés, incluso dando seguimiento a páginas que habíamos dejado sin leer completamente en la sesión anterior.

El libro de mi mayor preferencia fue el de una enciclopedia llamada “El tesoro de la juventud”, maravillosa colección de temas educativos, históricos y culturales en general que enriquecían la imaginación del lector y, en mi caso, el incontenible deseo por seguir, dale que dale, y todas las veces que podía, en la experiencia subjetiva y emocionante de introducirme en las historias narradas por los escritores que llegaban a mis manos.

Al respecto, no puedo dejar de agradecer infinitamente a mi padre, que tuvo la acertadísima iniciativa de adquirir una valiosa colección de literatura editada por la Editorial Latinoamericana del Cuarto Festival del Libro (1958), donde figuraban Ricardo Palma (Tradiciones Peruanas), José Diez Canseco (Estampas mulatas), Carlos Camino Calderón (El daño), Ricardo Güiraldes (Don Segundo Sombra), Rómulo Gallegos (Cantaclaro) y etc., etc. De ellos, todavía conservo en páginas amarillas y letra un poco descolorida por el tiempo, algunos ejemplares como huella indeleble de esa época maravillosa a la cual mi espíritu vuelve casi siempre.

Análisis & Opinión