26.3 C
Moquegua
23.5 C
Ilo
10.5 C
Omate
21 C
Arequipa
23.1 C
Mollendo
10 marzo, 2025 4:58 pm

Una firma para la constitución

¿Reivindicar a Fujimori frente a la historia? ¿La Constitución se hace mejor con la firma del déspota y sentenciado penalmente?

POR: VICENTE ANTONIO ZEBALLOS SALINAS     

Al mes de fallecido Alberto Fujimori, se presentó el proyecto de ley multipartidario en octubre del año pasado, para que el Congreso, finalmente, en segunda votación lo apruebe, por el cual se “deroga la Ley 27600 – Ley que suprime firma y establece proceso de reforma constitucional” y, en consecuencia, se restituye la firma de Alberto Fujimori – Presidente Constitucional de la República – en el texto de la Constitución Política de 1993”, como versa textualmente el artículo único de dicha autógrafa, que está camino a ser promulgada por la inefable señora Dina Boluarte.

Desde la promulgación de la Ley 27600, en el 2001, no se propuso iniciativa alguna que pretenda la restitución de la observada firma, ni siquiera en aquel periodo en que los fujimoristas tenían una representación parlamentaria soberbia con 73 congresistas. Ocurre ahora, con 21 congresistas, aunque se constituyó en la bancada con el mayor número de integrantes ante este atomizado Congreso. Esto contraviene lo expresado recientemente por Keiko Fujimori, quien, a través de TikTok, manifestó que “el fujimorismo no tiene los votos para manejar el Congreso”. El número es evidente, pero es innegable la ascendencia que tienen en el manejo burocrático-administrativo del Congreso, la priorización de los proyectos de ley, la instrumentalización del control político, la presidencia de las principales comisiones ordinarias, como Constitución o Relaciones Exteriores, aprovechando el débil soporte orgánico de las demás bancadas, la carencia de liderazgos y, especialmente, la ingenuidad —o mejor dicho, la ignorancia supina— de los congresistas sobre los procesos políticos.

Bajo el contexto de transición democrática, se dio la ley que retiró la firma de Fujimori. Era manifiesto y público el nivel de componendas políticas, la corrupción en las altas esferas del gobierno, el sucio contubernio Fujimori-Montesinos, los crímenes y vulneraciones a las libertades ciudadanas, la descomposición de nuestra modesta institucionalidad. Pero, sobre todo, los impulsos estaban dirigidos a recuperar los estándares mínimos de moralidad pública y ética en la gestión del Estado, pues desde el gobierno se acudió asquerosamente a la manipulación y al latrocinio.

Fujimori renunció por fax desde Tokio, reclamó su ciudadanía japonesa —incluso postuló al Senado—, para posteriormente ser extraditado, puesto a consideración de la justicia ordinaria, con la observación de la opinión pública mundial. Bajo un proceso transparente, objetivo y garantista, fue encontrado penalmente responsable, en juicios en los que incluso se allanó. Fue una respuesta política, por supuesto, para expulsar de nuestro escenario político el oprobio y la desvergüenza que tanto daño nos hicieron como país, cuyos efectos aún nos mantienen sumidos en graves desencuentros, entendidos como problemas estructurales.

Esta misma ley, que está en perspectiva de derogación, la Ley 27600, estuvo sujeta a una impugnación de inconstitucionalidad que el Tribunal Constitucional resolvió declarando infundada la demanda (STC 014-2002-AI). De aquí recogemos dos fundamentos oportunos para la discusión actual, cuyos expresivos contenidos nos liberan de comentarios:

  • “La promulgación de una Constitución, por su propia naturaleza, es un asunto que solo lo puede realizar el Poder Constituyente. Y cuando dicho poder ordena que la promulgación de la nueva Constitución la realice un poder constituido, este mandato no tiene sino un valor simbólico, que no afecta en nada a su obra” (F.J. 27).
  • “La promulgación de la Constitución de 1993, por el ingeniero Alberto Fujimori, jurídicamente es irrelevante, pues este no tenía, en diciembre de 1993, la condición formal de presidente «constitucional» de la República” (F.J. 29).

Revisado el dictamen de la autógrafa que persigue restituir esa firma, nos encontramos con una floja argumentación, que más responde al imperio de los votos; es decir, «lo puedo hacer y lo hago», aun cuando la Constitución ha sido trastocada con sendas reformas constitucionales que han afectado más del 60% de sus articulados. Se asumía que estaba plenamente vigente, con una legitimación de ejercicio, y que nuestra vida como sociedad y Estado se encuentra sostenida en sus disposiciones, sin que sea necesario recobrar el pasado debate sobre la restitución de la mentada firma. Se argumenta que es un acto de reivindicación histórica a su propulsor, como lo señala el reconvertido congresista Fernando Rospigliosi: «La verdadera restitución de la obra y grandeza de Alberto Fujimori ya se la dio el pueblo, se necesita (ahora) de la legalidad”.

Nos resulta irónico recoger la aseveración:

«El impacto negativo que tiene la manipulación histórica en el ámbito de la educación, en la conciencia cívica y en la memoria colectiva; puesto que la legislación que altera la narrativa histórica puede influir en los contenidos educativos, afectando la formación de las nuevas generaciones», precisamente de quienes, de manera sistemática y desde su posición en el ejercicio del poder político, acuden asiduamente a alterar nuestras formas democráticas, rompiendo con nuestra institucionalidad y alentando con descaro el desapego democrático de la ciudadanía.

¿Reivindicar a Fujimori frente a la historia? ¿La Constitución se hace mejor con la firma del déspota y sentenciado penalmente? ¿Se siembra una mayor y mejor cultura cívica acuñando dicha firma?

Claro que no.

La Constitución está en vigor y no necesita de una firma para su validez y legitimidad. Fujimori es parte de nuestra historia, gobernó autoritariamente durante diez años y eso no podemos borrarlo. Pero buscar una reivindicación “moral”, que es lo que verdaderamente se persigue, es contrario a nuestra responsabilidad de acentuar nuestros valores democráticos y consolidar una cultura política basada en la decencia y honestidad.

Análisis & Opinión