POR: VICENTE ANTONIO ZEBALLOS SALINAS
El titular periodístico rezaba: “Tacna: familiares buscan a cantante desaparecida desde el sábado 10 de mayo, cuando abordó un taxi por aplicativo”; otro medio señalaba: “Poder Judicial dicta tres días de detención preliminar en contra de taxista que trasladó a cantante que está desaparecida”.
La cantante no daba señal alguna, ni mucho menos comunicación con familiares o amigos. Los medios colocaban en sus noticias más resaltante este hecho; familiares y amistades se manifestaban en los medios. La prensa escrita y radial, en una ciudad no muy grande, son una de las principales fuentes informativas. Pronto lograron colocar el tema en las redes sociales; afanes de justicia se empoderaban de los ciudadanos, una fuerza retenida fluía como gesta reivindicativa, y sin darnos cuenta se fue perdiendo la cordura. Pareciera que solo se buscaba encontrar culpables.
El taxista, una persona normal y con familia, responsabilidades y quehaceres comunes, rápidamente pasó a la hoguera del cadalso público: su vivienda sitiada, sus familiares acosados, y a pesar de percibírsele firme y seguro, un drama interno lo iba consumiendo, el reproche público ante su solitaria inocencia. Se convocaban a vigilias, algunos abogados, prestos al oportunismo, ofrecían su servicio solidariamente. La justicia, presionada por la opinión pública, activaba sus armas procesales para saciar el hambre de justicia y no perder la confianza de los justiciables.
De pronto, aparece la supuesta desaparecida, con irrefutables evidencias de que había enrumbado a Lima, según reporte del Ministerio Público; y toda la parafernalia instituida por el caso —tanto por entidades públicas, medios de comunicación social que exacerbaron los ánimos, redes sociales que magnificaron los hechos, pero especialmente la incauta acción ciudadana— quedaron en evidencia. No hemos superado nuestras viejas taras, de dejarnos arrastrar por el burdo rumor, la gratuita sensibilidad por el facilismo, nuestra lacra de confundir verdad con mentira y la necesidad de desahogo para nuestras frustraciones y miedos interiores.
Esta vez, el Ministerio Público fue muy diligente —como siempre quisiéramos que lo sea— y pudo evitar una gruesa arbitrariedad. Cabe la pregunta: si no hubieran surgido estas evidencias del viaje de la “desaparecida” a Lima, ¿cuál sería el destino del taxista en estos momentos? Los ánimos se hubieran enraizado aún más, y las acciones de repulsa ciudadana hubieran caído en el descontrol y excesos. El taxista estaría en el Establecimiento Penitenciario de Pocollay. Ella, la desaparecida, dada la madurez de sus años —damos por descontado que estaba informada de lo que acontecía por Tacna— no tuvo el menor reparo de dar cuenta de su ausencia por decisión propia y sin tener la obligación de explicar sus razones, pero sí tenía la responsabilidad de parar la arremetida contra la inocencia del conductor, y no lo hizo.
Como sociedad debemos colocar en la agenda pública la necesidad de establecer parámetros mínimos y comunes que no nos permitan ubicarnos en el contexto de la inquisición, donde la señalización era suficiente para ir al encuentro del patíbulo, sin oportunidad para el contraste de los cargos; lo que denota a su vez, y una vez más, un problema estructural, por no decir cultural, que está permitiendo el avasallamiento de los principios y valores que debieran orientar una sana y pacífica convivencia. Y lo más grave, es una forma de mostrar lo manipulable que resulta la opinión pública, cayendo con facilidad en los brazos del populismo y la arbitrariedad.
Pongámonos por un minuto en el lugar del presunto infractor —que de por sí es una calificación agresiva y lo hacemos para contextualizar—: estar sujetos a una agresiva acusación pública, secuestro y desaparición, volando la imaginación colectiva propia del rumor adueñado de nuestra ingenuidad e irresponsabilidad. Las miradas van hacia él cargadas de “un puñal”, su nombre convertido en piñata, la familia relegada, ensimismada por la arremetida de “justicia”, el gremio al que pertenece —los taxistas— ahora son sujetos de todos los cargos posibles. Tu inocencia reclamada no tiene eco, tu libertad aparece como pretenciosa, giras tu rostro para confrontar al mundo y este de manera uniforme te responde: culpable.
En este delicado contencioso, los medios de comunicación, casi de manera unánime, asumieron un rol nada prudente, magnificando el suceso sin la mínima capacidad de reconducir la opinión pública por un sendero de honestidad profesional, que ayude con prontitud y objetividad al esclarecimiento de los hechos. Más ganó la necesidad de “los titulares” para distraer y ganar a los ingenuos lectores u oyentes, bajo el interés de “vender” la noticia. Volvimos a los viejos tiempos; nuestra conciencia fue abstraída por lo que los otros sugerían o disponían. Y la verdad, allí quedó tendida.
Hemos ingresado a un mundo donde la tecnología nos transporta con agilidad a la información y a los tiempos que queramos, pero también inadvertidamente va usufructuando nuestro espíritu crítico. La agresividad de las redes sociales nos vuelve intolerantes y nuestra razonabilidad se ve opacada; en el caso presente, éstas asumieron un protagonismo digno de mejores causas. Con el transcurrir de los días se convirtió en una verdadera pira donde toda opinión se convertía en leña de la insolencia. Lo cierto es que estamos acudiendo a una descomposición social, donde la agresividad, la mentira, la injuria, se están adueñando de nuestros más elementales valores como sociedad.
Sí, es cierto, la injusticia no llegó a mayores consecuencias, pero alimentamos días de odio, rencor, revanchismo, permitiendo que una mentira colectiva se ensañe con la verdad. ¿Son las disculpas públicas suficientes para resarcir al hombre que bajamos al mundo de la infamia? Privar de su libertad es grave. El honor mancillado no tiene reparo alguno. El buen nombre herido, maltratado, será nuestra vergüenza. La determinación más razonada y pertinente es el mea culpa colectivo: no perder la racionalidad en nuestras decisiones y actos individuales y colectivos; no renunciar al don de la justicia y la verdad sobre todas las cosas. Solo así estaremos construyendo la reclamada armonía social, con la verdad por delante, en paz y con la conciencia ciudadana tranquila. Pedir una disculpa no es suficiente, pero proponerla es de humanos y la debemos.