POR: EIFFEL RAMÍREZ AVILÉS
Con alegría he ido a comprar el libro póstumo del escritor Óscar Colchado Lucio, La cabaña sola. Se trata de un libro breve, con un acabado bello y una portada mágica y siniestra que combina estrellas, árboles y reflejos de una iluminación que hay dentro de la misteriosa cabaña.
Ya he escrito antes sobre Colchado, y creo que soy el único que ha venido insistiendo en algo esencial a su narrativa: el mundo de los muertos. Las mejores ficciones de Colchado versan sobre los muertos, sobre cómo es ese estado cuando una vez cerramos los ojos para siempre. Pero, precisamente, en las obras de Colchado, los hombres cierran los ojos una vez muertos, ¡para luego volverlos a abrir! La literatura de Colchado se caracteriza, pues, por esta segunda etapa.
Si recordamos Cordillera Negra o Rosa Cuchillo, que son los libros más conocidos de Colchado, podremos darnos cuenta de que la muerte no es una cesación absoluta, propia de una concepción occidental del mundo. Para el escritor peruano, al contrario, la muerte es solamente un cambio de estado; la muerte no extingue, sino que transforma al hombre en otro ser. Y son dos las fuentes fundamentales de esta cosmovisión: la vieja creencia prehispánica en el retorno de los muertos y la famosa novela mexicana Pedro Páramo (de Juan Rulfo).
Exactamente, es esta visión de la muerte la que está presente en los cuentos de La cabaña sola. No hay mucha innovación en este libro de Colchado; no es tampoco su mejor prosa (pues no hay aquí ese impresionante lenguaje folclórico de sus cuentos anteriores); pero sí reafirma su valor ancestral, al hacer de sus personajes (casi todos) unos fantasmas que deambulan por esta tierra. Podemos coger, por ejemplo, el cuento “El joven que visitaba cementerios”: típica historia colchadiana, en donde dos jóvenes se aman, pero su amor ya es de otro mundo, porque ambos resultan ser dos ánimas.
Otro cuento de Colchado nos perfila mejor esta idea del mundo de los muertos: “Dora o el primer amor”. En esta ocasión, el enamorado se encuentra, muchos años después, con su amor de la infancia. Pero, como ya es previsible, esa musa ya había fallecido y con quien se topa realmente es con su fantasma. Ahora, lo que en el fondo busca transmitir el autor es que entre el mundo de los vivos y de los muertos no hay un abismo; o lo que es más intrigante: los muertos buscan intervenir, con obsesión, en los quehaceres de los vivos.
Pues hay algo que yo me atrevo a aseverar: en Colchado hay una religión. Y esa religión está fundida con valores antiquísimos que escapan a la cosmovisión occidental. Algunos críticos literarios se han sentido tentados a calificar las ficciones de Colchado como parte de la literatura fantástica o del realismo mágico. Pero la literatura fantástica no concede algo que, Colchado sí, a saber: la creencia o la fe. Y el realismo mágico (si recordamos a sus exponentes principales) no bebe de la autoctonía andina; en todo caso, si hay que encasillar la obra de Colchado, se trataría de una vertiente nueva que podríamos denominar realismo sagrado.
Colchado nos ha adentrado en un mundo maravilloso, que es el de los muertos. Nos ha enseñado a ver la muerte de distinta manera, incluso positivamente. Cuando uno está cansado de los mitos occidentales, de los filósofos existencialistas, de los apólogos de la materia, vuelva los ojos a las páginas de Colchado y piérdase con gozo y felicidad.