Viajar

Puedes, pues, estar en cualquier parte del mundo, pero lo importante es encontrar el camino hacia a ti (a través, si quieres, de los lugares que vas visitando).

POR: EIFFEL RAMÍREZ AVILÉS   

Pareciera que el lenguaje y el pensamiento modernos hubieran tergiversado el sentido del término viajar. Creemos que viajar es, exclusivamente, subirnos a un bus o a un avión y recorrer las diversas partes del globo. Pensamos que es llegar a un lugar y disparar de la cámara, engullirnos exóticas comidas o recibir el solaz de algún paraje. Asumimos, por lo tanto, que viajar es un placer, sin más.

Sin embargo, viajar no es necesariamente un placer. Eso es el cuento de la modernidad, que nos hace juzgar que el mero desplazamiento nos brindará alguna felicidad y que, cuando hablemos de viajes, hemos de aceptar que se trata de algo externo, es decir, de un disfrute de las cosas. Pero, en verdad, el original sentido de esa palabra es algo distinto: indica, más bien, el tránsito hacia uno mismo, un recorrido interior, en fin, una travesía del alma. De ahí que viajar se defina mejor por la frase latina: nosce te ipsum (búscate a ti mismo), y cuya inscripción en griego, se dice, estaba en el templo de Delfos.

Puedes, pues, estar en cualquier parte del mundo, pero lo importante es encontrar el camino hacia a ti (a través, si quieres, de los lugares que vas visitando). Y lo curioso de esto es que el viaje hacia uno mismo implica una crisis, muchas veces aguda pero productiva.

La historia universal nos da bellos ejemplos. Aristóteles sufrió intensamente el tener que abandonar Atenas (lugar donde se educó por veinte años junto a su amigo y maestro Platón), para fundar su propia filosofía. Nietzsche padeció hasta de náuseas en el concierto ofrecido por su mentor, Wagner, en Bayreuth; más eso fue el indicio de que le debía decir por fin adiós a este. En 1793, el joven Wellington quemó su violín con el que se divertía en las cortes inglesas y decidió viajar y descubrirse a sí mismo; en 1815, derrotaría al casi invencible Napoleón en Waterloo.

Todo viaje interior nos dota de una concentración y una fortaleza frente al caos y el desorden del mundo externo. Pero, además de eso, nos señala el compromiso con uno mismo; y eso no significa de ningún modo autarquía.

Ya los filósofos desde antes nos enseñaron que aquel que se conoce a sí, conoce mejor a los demás. Aquel que se compromete consigo, se compromete con los otros. Viajar, en el sentido actual y hueco, es abrazar e idolatrar objetos; en el que vengo explicando, es abrazar la diversidad humana.

Y es gracias a este último sentido que podemos revigorizar aquella frase –atribuida a Miguel de Unamuno– que dice que el viajar nos cura de los nacionalismos.

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