POR: EIFFEL RAMÍREZ AVILÉS
Ha hecho muy bien el periodista que entrevistó recientemente al presidente ruso, Vladimir Putin, en no preguntar mucho y dejar que el político hablara y hablara. Y esto por la simple razón de que queríamos ver sobre todo a un Putin en toda su expresión: el hombre duro que lanza un discurso que justificara su guerra.
Y el señor Putin, efectivamente, justificó la guerra contra Ucrania y para ello utilizó la historia. Esta ha sido siempre el arma tanto de buenos como de malos. En su caso, el presidente Putin retrocedió siglos hasta la fundación del Estado ruso y continuó su perorata hasta poco después de la caída de la Unión Soviética. Pero lo interesante fue que defendía una tesis central: según él, el Estado ucraniano no fue más que un artificio administrativo creado por las circunstancias o los errores de líderes antiguos; y lo más extraño resulta que incluso Lenin y Stalin habrían incurrido en el error de aceptar una autonomía ucraniana.
Los ucranianos harán bien –y creo que razones no les faltarán– en defender su identidad cultural y su historia, por lo que me gustaría destacar ahora es otra cosa: lo que gruesamente ha omitido el señor Putin. Y es que las omisiones son de mayor gravedad que sus afirmaciones. Por ejemplo, Putin dice que, poco antes de la Segunda Guerra Mundial, los polacos negociaban con los nazis (por el tema del Corredor de Danzig); y que, ante la falla de estas negociaciones, comenzó la guerra. Es cierto, hay historiadores que afirman que hubo un mal cálculo político de los polacos frente a los nazis. Pero eso no importa ahora; lo que quiero evocar es lo que Putin, calculadamente, omite: que también los nazis y los soviéticos, cual carniceros, negociaron para repartirse Polonia en 1939 (el infame pacto Ribbentrop-Molotov); y que los rusos terminaron asesinando en masa a casi toda la élite polaca con el fin de desaparecer a este país política y administrativamente (la cobarde masacre de Katin).
Pero la historia le puede recordar otra cosa al presidente Putin. Al final de la entrevista, este, en un afán patético, postula que la lucha entre rusos y ucranianos es una lucha fratricida. Es decir, que los ucranianos son, en el fondo, rusos. Pues si es así, el presidente Putin debe leer las primeras páginas del Stalingrado de sir Antony Beevor, a fin de entender por qué entonces algunos “rusos” (como los ucranianos) pelean contra Rusia. Por supuesto: se va a llevar una decepción, tal como el militar entrevistado por Beevor en dichas páginas, y tendrá que admitir, finalmente, que los ucranianos no son rusos.
Y hay una última omisión, la más filuda. Puesto que Vladimir Putin hizo una breve pero general historia de Rusia, hay algo que se debió concluir. No lo podía manifestar él, porque sería exponerse. No lo hizo el periodista, por su aceptable actitud pasiva. Y es que se debió concluir lo siguiente (ya anotados años atrás por el historiador británico Orlando Figes): que Rusia nunca tuvo tradición democrática. El Estado ruso se forjó bajo la monarquía; esta cayó por la Revolución de 1917 y se instauró de inmediato una dictadura comunista; luego ella colapsó, pero el presidencialismo que la sustituyó terminó con un presidente que lleva en el poder más de veinte años y con miras a perpetuarse.
Y esto último me hace recordar a un dicho de Bertrand Russell que afirmaba que el despotismo era la forma de gobierno adecuada para los rusos. Estos han conseguido, en realidad, una versión intermedia políticamente eficaz: una tiranía democrática. Putin tiene poco de carismático, pero es el pueblo el que lo mantiene como un tirano. Retocando un título de Lenin, pregunto: ¿se sostendrá Putin en el poder? La historia lo dirá.