POR: GUSTAVO VALCÁRCEL SALAS
Moquegua siempre ha sido una ciudad para vivir lejos del bullicio estresante, ausente el tráfago moderno y la polución nos permite disfrutarla a plenitud.
Al transitar por las estrechas calles y espacios urbanos de la zona monumental, apreciamos por doquier las altas fachadas, las portadas de piedra de calicanto ostentosamente labradas con escudos nobiliarios, reflejo de una sociedad que también usaba el arte alfarero para presumir de su hidalguía, digno marco de los portones de dos hojas, tallados con una diversidad de molduras, decorados con clavones de bronce. Puertas flanqueadas por las ventanas de fierro forjado en sus más variados estilos, en algunas de ellas aún se aprecia el pescante hoy viudo de velas y farolas; puertas que dan acceso a los soleados patios empedrados con canto rodado y baldosas de calicanto, precedido de la infaltable hojanvila, que por el techo asomaba a la calle con arracimadas flores de un intenso morado (en otros lares buganvilla, buganvilia y bougainvillea), acompañadas de enredaderas, geranios, diamelas…
Patio al que dan las habitaciones de quincha, ventiladas por ventanales enrejados que semejan puertas suspendidas, permitiendo que se imponga la claridad del sol, que hace más vivo y alegre lo que ilumina. Y al interior de la casa, un holgado corralón que en su tiempo sirvió de establo, cumplían las funciones de las cocheras de hoy. Era frecuente tener allí un horno, del que las amas de casa con singular arte hacían brotar en desfile interminable alfajores, guargüeros, hojaldrilla, alfajorillos, turrones y medio millar de sabrosos etcéteras.
En no pocas viviendas, la cava para almacenar el vino, que hace un siglo la imaginación local fue convirtiendo en una misteriosa red subterránea, llena de mitos y leyendas, por la que transitan duendes noctámbulos y almas intranquilas resguardando quiméricos tesoros. Y en todas las casas, siempre un espacio para agasajar al visitante, bien con una copa de damasco, o de leche’monja, se diría una ambrosía de propiedades reconstituyentes.
Con razón el poeta Torres de Vidaurre, entusiasmado por nuestra ciudad, la recordaba por sus “románticas casonas, alfajoradas con penco”.
Todo un armonioso conjunto de habitaciones, que tienen como elemento distintivo el notable techo de mojinete en sus diferentes formas y orientaciones. El vocablo mojinete ya se usaba en Moquegua a fines del s. XVII para designar al techo que inicialmente fue de dos aguas, de forma triangular. En el siglo XIX apareció el de forma trapezoidal, ambos tipos de techo matizan nuestro paisaje urbano; con él supieron domesticar al clima, tuvieron la habilidad de cautivar a la primavera y retenerla en sus habitaciones para siempre.
La fachada tradicionalmente era enlucida con barro, pintado con ocre azul o rojo en sus diversos matices; pintura preparada por los mismos albañiles que la obtenían de las vetas circundantes; colores con los que a fines del XIX los propietarios mostraban su simpatía por Piérola o Cáceres, hasta que perdieron su simbolismo y quedaron como tonalidades típicas de la ciudad; pero, en las últimas décadas se optó por mostrar la piedra vista, que no siendo lo tradicional, no deja de darle un encanto señorial.
Moquegua es pues, una ciudad con personalidad arquitectónica definida en sus casas, calles, barrios y parques, en los que palpita su alma y su espíritu. Eso explica que en cada ocasión que fue afectada por un terremoto, se levantó sin perder su tradicional estilo urbanístico, por la decisión propia y espontánea de sus habitantes, sin que medie autoridad, ni bando municipal alguno. No necesitaban imitar a nadie; heredaron un estilo, el mismo que sus antepasados crearon con su natural arte e ingenio, como respuesta al medio en el que habían nacido, y que enriquecido por una generación se trasmitió a la siguiente.
Por eso sus visitantes ilustres a inicios del siglo XX, decían que, al visitar Moquegua, “cuando se contempla su panorama, produce la sensación de una ciudad de cuento”; como en toda ciudad de abolengo, “recorrer por sus calles y venerables casonas, llenas de evocaciones, registros de historia y de nobleza, no es pasear: es desarchivar…”. Y al marcharse, hacían votos “porque permanezca tal como está; porque ante sus muros se detengan fulminados los demoledores” (Luis Alayza y Paz Soldán, 1940). O simplemente la calificaban como “una de las ciudades más interesantes del Perú … que el conjunto de obras de arquitectura civil de Moquegua es digno de ser preservado como expresión de un paisaje urbano de calidad” (G. Viñuales y R. Gutiérrez, 1972).
Roguemos para que nunca tenga vigencia en nuestra ciudad la encendida plegaria que el maestro Raúl Porras Barrenechea elevaba por la conservación de Lima: ¡De los terremotos, de los alcaldes, de los constructores, líbranos Señor!