POR: EIFFEL RAMÍREZ AVILÉS
La educación de un detective es fundamental para nuestros tiempos. Pero más que eso: no hay otra alternativa. En las ciudades latinoamericanas –tan desbordantes, tan caóticas–, el policía y el psiquiatra son inútiles. O, dicho de otra forma: el asesinato es una correlación de fuerzas, en la que no solo participa el asesino, sino también aquellos dos. El asesino solo mata, ciertamente, pero el relato, la fama y la proyección del crimen es de todos. El detective siempre tiene que tener esto en mente.
Me parece adecuado que los aprendices se moldeen, en primer lugar, como un monsieur Dupin o un mister Holmes. ¡En hora buena! Así como los académicos se cultivan primero en Homero o en Chaucer, los detectives tienen que aprender la filosofía de los iniciales campeones de lo detectivesco. Los modelos de Dupin o Holmes representan lo que podemos llamar la victoria de la Razón. El clásico detective lucha contra el crimen como se lucha contra el mal. El criminal viene a ser, luego, el monstruo de la ciudad. Por ello, este tipo de detective se emparenta con los caballeros de la Edad Media, desfacedores de entuertos. Lo que el caballero tenía de fuerza sobrehumana, el detective lo tenía de subyugante racionalidad.
La razón es la mejor aliada del detective, pero no puede ser su única arma. Detective que cree solo en ella es como el usurero que le importa solo el dinero. Ambos terminan de idólatras de objetos.
Por lo tanto, el detective debe creer también en la intuición, en el misterio, en la paradoja, en la sinrazón. Y un detective en Latinoamérica debe creer, finalmente, en otra cosa: la pobreza. Un criminal en nuestras tierras no comete el crimen únicamente por odio, por celos o por honor, sino por el sencillo y evidente hecho de ser pobre.
Y la pobreza no se encuentra en los manuales. Eso le da otra lección. El detective debe irse a vagabundear. Un policía de servicio se reprime, hipócritamente, ante un bar o ante un lenocinio; aquel, en cambio, escucha atentamente las historias de las prostitutas. Un burgués se hace el desentendido en la calle; pero el detective se acerca a un anciano y le pide que le enseñe a qué edad los niños comienzan a mentir como hombres.
Pienso que el detective –incluido el detective privado de infidelidades– está en el deber de luchar contra el mal, cuando este se presente alguna vez. Pienso que debe dedicarse por un tiempo a indagar en lo profundo del hombre, para aconsejarle lo que debe o no debe hacer.
Pero jamás puede hacer de redentor. Presentarse como un salvador es adornarse de perfección, y la búsqueda de perfección solo produce morbidez.
Una última cuestión. Mucho se dice sobre si un detective tiene que saber pelear o no. Nunca comprobamos si Isidro Parodi podía hacerlo efectivamente. Aunque no sepa boxear, el detective tiene que aprender a correr muy rápido. Ejercítese desde muy joven.