POR: CÉSAR A. CARO JIMÉNEZ
Una vez más, considero importante aclarar que no soy economista. Sin embargo, basándome en mis lecturas, inquietudes y análisis, así como en discusiones con verdaderos profesionales en la materia—y no con diletantes, me siento capacitado para cuestionar las creencias y la fe ciega en el modelo económico actual, que adora al dólar estadounidense y promueve la libre empresa sin restricción, al amparo de la “mano invisible del mercado”, que queramos o no aceptarlo, es el principal responsable del auge de actividades económicas como la minería informal que crece o actúa en un espacio en el que las economías nacionales han perdido sentido y lo más importante, ante las cuales son impotentes, tanto porque los avances tecnológicos han desatado fuerzas que escapan al control de los Estados y de los actores sociales.
Hoy vivimos en una “aldea global”, unificada por la informática y la velocidad en los medios de transporte y comunicación, en que la mayor parte está en manos de entes transnacionales y multimillonarios por lo que las transacciones y decisiones económicas no se realizan, en los espacios o territorios nacionales, sino en espacios controlados como la radio, el cine, la televisión y las redes sociales de internet, todos medios de comunicación audiovisual que difunden imágenes y sonidos de cualquier lugar y momento y ocupan un espacio cada vez más importante en el hogar, en la vida cotidiana induciendo a las grandes mayorías qué deben pensar y hacer, pero cuyo control a veces se escapa tanto porqué los “mensajes” no llegan, como porque los productos explotados tienen buena demanda en los mercados donde se comercializan, como ocurre con el oro “informal” que desde diversos puntos del país es exportado al extranjero.
Modelo económico, que a partir de las reformas impulsadas por el denominado “Consenso de Washington”, la globalización y el “pensamiento único” impuso un conjunto de fórmulas económicas neoliberales con el apoyo de varios organismos financieros internacionales en los años ochenta y noventa, que condujeron a minimizar el gasto público, los impuestos y las subvenciones, acoger y facilitar la inversión extranjera y local, favorecer a la empresa privada, desregular los precios y los despidos, y asegurar los derechos de propiedad privada, privatizando a precio de mercado las empresas públicas, recomendando liberalizar las importaciones y exportaciones. El Perú adoptó prácticamente todas las recomendaciones durante el régimen de Fujimori, en tanto que otros países, como por ejemplo Chile, tomó con pinzas la mayoría de ellas, no aceptando privatizar CODELCO, aparte de planificar e investigar a través de entidades oficiales, en tanto aquí se eliminó o se redujo a la mínima expresión organismos como el Instituto Nacional de Planificación. Y así vimos como Cerro Verde era adquirida por Cyprus Minerals Company en 37 millones de dólares y un mes después dicha empresa adquiría en Chile una mina parecida llamada El Abra, propiedad de CODELCO en 345 millones de dólares por el 51% de las acciones.
Pero volviendo al título del presente artículo, pecaríamos de torpes si no reconocemos que el Perú ha logrado posicionarse como uno de los líderes en la región latinoamericana en términos de crecimiento económico. Sin embargo, detrás de este éxito económico se esconde una serie de desafíos políticos y sociales que han comenzado a encender tensiones en la sociedad peruana, especialmente en relación con la minería no formal y la seguridad.
En lo que respecta a lo primero, cabe resaltar que a mi entender ello es producto de la falta de una política integral de desarrollo minero que tenga presente que los avances tecnológicos han desatado fuerzas que escapan al control de los estados nacionales y de los políticos. Vivimos en lo que Marshall McLuhan define como una aldea global que, así como trae consigo muchos beneficios, también hay desafíos significativos, incluyendo impactos ambientales adversos, la promoción de un consumismo desmedido y el riesgo de erosión de las tradiciones locales, dado que la mayor parte de la economía mundial está en manos de entes transnacionales y las transacciones económicas no se realizan, en lo fundamental, en los espacios o territorios nacionales, sino en los espacios afines a los intereses de las grandes empresas, que en su mayoría están protegidas por los tratados de libre comercio, tratados ante los cuales han abdicado las constituciones y derechos nacionales de muchos países entre los cuales figura el Perú.
Y en cuanto al oro, pregunto: ¿Quién supervisa su extracción, comercialización y utilización como componente de las reservas nacionales, considerando sobre todo que el dólar se está devaluando aceleradamente, a pesar que se prevé un auge industrial en los EE.UU. como consecuencia del reemplazo de las armas que se vienen utilizando en la guerra de Ucrania, haciéndonos recordar el discurso televisado de, Eisenhower en 1961 en el que advirtió sobre la existencia del ”complejo militar-industrial” conformado por las Fuerzas Armadas y los fabricantes de armamentos y de su creciente injerencia en el manejo de las políticas públicas del país.
Sin embargo, aquí cabe hacer una pregunta: Por qué, si siendo el Perú uno de los grandes productores de oro del mundo, (125.7 toneladas anuales), a las cuales quizás también deberíamos sumar el oro que es contrabandeado a través de Brasil y Bolivia, tenemos tan pocas reservas en oro, más aún considerando la constante devaluación del dólar estadounidense y el precio actual de la onza que bordea los 2,653.55 en dólares de los EE.UU.?
Según los datos del World Gold Council, el precio nominal promedio del oro en 1960 fue de 35,27 dólares por onza, mientras que en 2020 fue de 1.770,15 dólares por onza. Esto implica un aumento nominal del 4.922% en 60 años. Sin embargo, este aumento no refleja el verdadero cambio en el valor del oro, ya que el dólar se ha depreciado significativamente debido a la inflación. Según el IPC de Estados Unidos, lo que se podía comprar con 35,27 dólares en 1960 equivalía a 306,68 dólares en 2020. Por lo tanto, el precio real promedio del oro en 1960 fue de 306,68 dólares por onza, mientras que en 2020 fue de 1.770,15 dólares por onza. Esto implica un aumento real del 477% en 60 años.
Pero aquí seguimos atados a la dictadura del dólar.
Y aquí permítanme hacer una pregunta: ¿cuánto hubiese ganado nuestro país, si en lugar de tener tan solo un 4% de nuestras reservas en oro, don Javier se hubiese puesto a comprar oro a un promedio de uno por ciento anual desde el 2006?
Ello significaría que en la actualidad tendríamos no un 4%, sino un mínimo de 21% en reservas de oro, que al precio actual significaría considerando el precio del oro actual en toneladas, una fabulosa suma que nos protegería de los vaivenes del dólar, cuyo panorama no es muy halagüeño.