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El tránsito del 19 de julio al 19 de julio

Los grandes cambios en la historia se dieron con repulsas ciudadanas, tenemos experiencia en ello, el derecho ciudadano de manifestar su fastidio es muy propio en democracias…

POR: VICENTE ANTONIO ZEBALLOS SALINAS   

Ante el anunció de una movilización para este miércoles 19 de julio, denominada “tercera toma de Lima”, que se ha visto reforzada-dimensionada con distintas medidas de control social dispuestas por el Gobierno, que desde ya se vienen implementando, recoge y coincide con una fecha emblemática: el 19 de julio de 1977, en que se desarrolló un irrefrenable y contundente paro nacional-la atención estuvo puesta en lima, pero los alcances fueron nacionales- contra el gobierno militar de Francisco Morales Bermúdez. Fue el comienzo del fin del régimen militar, inaugurado por Juan Velasco Alvarado el 3 de octubre de 1968, enviándose al exilio al gobernante de entonces Fernando Belaúnde Terry, que ese mismo régimen, bajo otro liderazgo, restituyó en 1980, en la primera magistratura del país por decisión soberana de los electores.

En nuestra historia reciente aquel 19 de julio de 1977 constituye un referente, si bien el relevo de Velasco Alvarado por Morales Bermúdez desde agosto de 1975, significó un cambio sustantivo en la conducción de gobierno, la situación económica y sus impactos sociales eran insostenibles, rebasando las propias capacidades de gestión del gobierno, un creciente rechazo ciudadano y una desmesurada represión, toques de queda, deportaciones, restricciones al movimiento sindical. El eje central de los reclamos consistía en un aumento general de sueldos y salarios, coincidentes con el costo de vida, estabilidad laboral, entre otros; fue masiva la participación ciudadana que neutralizó las actividades de las grandes y medianas empresas, se evidenciaba un hartazgo ciudadano, pues la manifestación colectiva no tenía tintes partidarios sino de reivindicación y dignidad.

Logró forzar al alicaído gobierno militar para allanar el camino de retorno a la vida democrática, luego de una pausa de doce años, anunciándose una hoja de ruta para transferir el poder a partir de 1980 y como parte del proceso, la convocatoria para una Asamblea Constituyente, que nos dio como resultado una de los textos constitucionales más sólidos, como lo fue la Constitución de 1979. En dicha Asamblea Constituyente, participaron las tradicionales partidos políticos, autoexcluyéndose Acción Popular, y con una importante presencia de sectores populares; el documento final fue observado por Morales Bermúdez, bajo el argumento que no recogía las trascendentes reformas implementadas por el gobierno militar, y tuvo que esperarse su promulgación a la instalación del nuevo gobierno constitucional el 28 de julio de 1980, cuyo proceso de elecciones Generales de Presidente y Vicepresidentes de la República, Senadores y Diputados se convocaron el 30 de julio de 1979.

Es decir, el aplastante paro nacional, evidenció el unánime rechazo ciudadano, quitándole al gobierno militar cualquier indicio de soporte social o legitimidad, pese a sus vanos esfuerzos de sobrevivencia, quedándole una única respuesta política: una salida democrática, que les permita un retiro holgado y salvaguardando intereses mayores como país.

En la coyuntura presente, nos encontramos con la paciencia ciudadana sobrepasada por la prepotencia de los poderes, estropeado todo síntoma de institucionalidad, la renuncia a implementar políticas públicas que aborden nuestros crónicos problemas estructurales, de apañar las inconductas de sus pares, de acosar a quienes reclaman independencia funcional, con la indolencia de no querer investigar, esclarecer y sancionar a los responsables de los excesos que generaron victimas en las movilizaciones pasadas, leído como impunidad y contubernio. Como ayer, las respuestas se muestran distantes de un régimen democrático, con medidas inapropiadas y al margen de toda ponderación y razonabilidad, síntomas de arrogancia y ceguera política, lo que no hace más que recabar mayor exaltación ciudadana, generando empatía.

En un artículo publicado en el 2018, por el politólogo Alberto Vergara, titulado “¿Hortelanos o Republicanos?” se preguntaba: ¿Cómo llegamos hasta aquí? el descalabro estaba más cantado que “Despacito”. Para anotar luego, hemos tenido dos proyectos políticos. Uno, el republicanismo que promovió Valentín Paniagua, quien insistió en la necesidad de “reinstitucionalizar” el país, enfatizó el núcleo del republicanismo clásico: el autogobierno y la legitimidad de las instituciones, la importancia del consenso; el otro, el hortelanismo modernizador que encontró en Alan García, su articulador más fino, que señalaba que nuestro principal problema era la abundante “propiedad ociosa” y que nuestra necesidad impostergable era la expansión de la gran inversión privada para poder transformarla en riqueza. El hortelanismo triunfó en el Perú contemporáneo. El gradual deterioro que ha generado la crisis presente, reside exactamente en aquello que el hortelanismo deliberadamente considera secundario, sino trivial: instituciones, Estado de derecho y ciudadanos. Somos hechura de nuestra derecha hortelana.

Es decir, se rehúye acudir a cambios fundamentales para el país, defendiendo una situación de privilegios, un estado de cosas intangibles; desde la economía se diferencia claramente los conceptos de crecimiento y desarrollo, que deberían ir aparejados y, sin embargo, no, ese divorcio es fuente generadora de un país desigual y discriminatorio. Eduardo Dargent, con su particular puntualidad, concluye que hay resistencia a los cambios, nos encontramos con toda una estructura social e institucional que limitan los esfuerzos al cambio, categorizando tres tipos de actores en esta inercia: conservadores populares, como el fujimorismo, que se muestran muy cómodos con el statu quo; los libertarios criollos, que se muestran muy funcionales a los intereses privados, limitando la intervención estatal; y, los izquierdistas dogmáticos, para quienes el poder es un tema central para la reforma institucional y el desarrollo.

En el ya distante 22 de julio del 2002, con el Foro del Acuerdo Nacional, se aprobaron veintinueve políticas públicas, hoy son treinta y cinco, bajo un espacio de predisposición, diálogo y consenso, cuando creíamos que la ruta estaba diseñada para que indistintos gobiernos puedan encaminarse por el sendero del desarrollo sostenible, con equidad y respeto a los ciudadanos, nos encontramos con estas nuevas improntas, que ya no sólo generan incertidumbre ciudadana, crisis en nuestras instituciones, ingobernabilidad, sino y especialmente, graves brechas en nuestro sistema democrático, al que nunca debemos renunciar.

Los grandes cambios en la historia se dieron con repulsas ciudadanas, tenemos experiencia en ello, el derecho ciudadano de manifestar su fastidio es muy propio en democracias, legitimado en la soberanía del pueblo, claro todo dentro de los cánones de tolerancia, respeto y no violencia; a las autoridades les corresponden poner a buen recaudo nuestras formas democráticas para solventar sus propios valores y más allá de descalificativos o adjetivar conductas, tienen el deber de saber leer y entender el mensaje, y la respuesta debe ser política, eso esperamos.

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