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22 noviembre, 2024 8:20 am

El Bicentenario

El siglo XX debió significar la mejora de las condiciones del trauma vivido. Pero no. El país se organizó en base a unos cuantos. Y pese a que nos regaló una de las generaciones intelectualmente mejor preparada (Barrenechea, Basadre, Sánchez, Haya, Mariátegui, Leguía, Vallejo, Valcárcel…) y se mejoraron algunas condiciones laborales, se seguía viviendo de espalda al país real

POR: EDWIN ADRIAZOLA FLORES   

Bicentenario es una palabra que se ha venido repitiendo con mucha insistencia desde hace meses y que en los últimos días ha adquirido una relevancia casi suprema, si no fuera por la circunstancia de salud que estamos viviendo. Se le ha usado para graficar los logros del Perú, en los últimos años, para exigir un mejor comportamiento político en las últimas elecciones a las que asistimos y de las que hemos salido demostrando que aun somos una nación inconclusa, un país tan diverso y asimétrico como diversa es nuestra cultura.

Ciertamente, el Bicentenario en un motivo para evaluar lo que hemos avanzado como país. En doscientos años el Perú ha pasado de bonanzas ficticias a horrores militares, de gobiernos de facto a verdaderas demostraciones de ejercicio democrático cuya vigencia no fue lo suficientemente larga como para sembrar en el colectivo nacional la necesidad de conservar y fortalecer las actitudes de respeto a la ley y al orden constitucional.

Vivimos mucho y gozamos poco. En el siglo XIX, el inicio de la República fue dramática con medio siglo de gobiernos militares, un presidente en ejercicio (Gamarra) muerto en acción militar, el primer presidente joven del Perú (Salaverry, 30 años) asesinado mediante un burdo fusilamiento, un ministro de guerra naciendo como héroe en el combate del Callao, una sociedad que solo reconocía el papel de los varones en la vida nacional. Y de los herederos de la independencia, pues ni los indígenas ni los negros tuvieron protagonismo alguno, excepto para sostener económicamente a la República o para ser parte de los ejércitos levantiscos o montoneras muy acostumbradas dirigidas por caudillos que poco les importaba el orden constitucional, pues mientras este indicaba que el camino era las ornas y la voluntad popular, la práctica señalaba que la ruta estaba marcada por la fuerza de las armas y la violencia de la tropa.

La otra mitad del siglo significó la posibilidad de una bonanza que venía del excremento de las aves guaneras pero que la inopia no supo aprovechar, pues entre ferrocarriles, revoluciones y actos de corrupción el Perú quedó mucho más endeudado y quebrado en sus finanzas. Y eso nos arrastró al desastre del Pacífico, una guerra que debíamos perderla pues los líderes de esa época no estuvieron a la altura de las circunstancias. Disputas entre peruanos, intereses particulares, cálculos políticos, populismo enfermizo fueron las reales causa de una guerra que, sin embargo, nos regaló en Grau, Bolognesi, Ugarte y otros, los mejores ejemplos de heroísmo y amor a la patria. No construimos nación; construimos partido, interés, grupo.

El siglo XX debió significar la mejora de las condiciones del trauma vivido. Pero no. El país se organizó en base a unos cuantos. Y pese a que nos regaló una de las generaciones intelectualmente mejor preparada (Barrenechea, Basadre, Sánchez, Haya, Mariátegui, Leguía, Vallejo, Valcárcel…) y se mejoraron algunas condiciones laborales, se seguía viviendo de espalda al país real. Se ensayó la primera relección de las dos que hemos tenido, con resultados trágicos, entregamos territorio a todos nuestros vecinos sin mayor rubor, insistimos en gobiernos militares y comenzamos a experimentar las primeras manifestaciones de corrupción en gran escala.

Si en la esfera del gobierno el interés y la componenda era la norma, el arte, la literatura, la música, traducía el alma popular: Pinglo, Vallejo, Alegría, Chabuca, Ima Sumac, Mercedes Cabello, De Szyszlo, Vargas Llosa, Valera, Ribeyro, Adán, Scorza, traducían en sus creaciones en sentir del pueblo andino, mestizo, pobre, del altanero y rico, del invasor y del refugiado de la violencia. El Ande empezó a desplazarse hacia la costa y hacia la ciudad, buscando que allí se le escuche y se le atienda porque a más de dos mil metros, en el valle interandino, en la puna árida, su voz no tiene sonido, su reclamo no tiene eco.

El último tramo del siglo XX, como el del siglo XIX, fue también trágico, violento y, sin temor a equivocarme, las causas fueron las mismas. Sendero ahogo al país en un baño de sangre sin precedentes cuyas víctimas fueron, en su mayoría, gente campesina, iletrada, quechua hablante, pobre, abandonada y excluida por el Estado. La CVR señaló en su momento que cerca del 85% de víctimas corresponden a las zonas más pobres del Perú.

Pese a todos ello, la autoestima nacional ha tratado de fortalecerse de alguna manera: la gastronomía, la música, nuestras costumbres y tradiciones, la gran variedad de paisajes, flora y fauna, el Pisco Sour, el ceviche, Machu Picchu, nuestra historia y nuestro pasado pre hispánico, han sido los bálsamos que nos han tratado de curar de nuestras heridas históricas.

Llegamos al bicentenario, pese a esto, sin la lección aprendida. Los hechos pasados han sido una muestra de ello. Solo un país dividido ha podido producir las condiciones de la última elección presidencial, en la que la improvisación, la discriminación, la fantasía de fraude y la invocación a un golpe de Estado repiten nuevamente lo vivido hace doscientos años. Y es que, lamentablemente, somos una nación que no tiene memoria, que se regenera cada cierto tiempo y que, por lo tanto, cree tener el derecho a equivocarse y a poner a la patria en permanente zozobra.

El bicentenario debe ser, a todo esto, una promesa: contribuir a la tranquilidad nacional, a respeto al orden jurídico, al trato igualitario y justo entre todos los peruanos. A alcanzar aquella condición que se aspiraba hace doscientos años: un país firme y feliz por la unión.

Análisis & Opinión