POR: CESAR A. CARO JIMÉNEZ
Sin lugar a dudas que el Perú y Latinoamérica se distinguen por su rica cultura, historia y recursos naturales. Pero también es un territorio donde la política –por innumerables razones–, se parece más a un zoológico que a una democracia. Y en dicho espacio muchos de los líderes políticos tienen apodos de animales que reflejan sus características, personalidades o comportamientos.
Algunos de estos apodos son cariñosos, otros son ofensivos, y otros son simplemente divertidos. Veamos algunos ejemplos en los cuales los apodos políticos también pueden ser usados como herramientas de propaganda, de movilización o de resistencia que, así como pueden ser empleados para difundir un mensaje o para expresar una demanda, también son creados por los propios políticos, por sus seguidores, por sus adversarios o por los medios de comunicación, dependiendo su difusión y/o propagación de la habilidad, simpatía o rechazo del político o personaje que lo sufre e incluso goza.
Así recordamos a Luis Bedoya Reyes, cuya habilidad política y facilidad de palabra todos reconocían, reaccionando con chispa al mote de Tucán, con un hábil juego gramatical: “¡Si, tu candidato!”, lo que le ganó simpatías neutralizando cualquier otra interpretación negativa.
O a Barrantes, que se hizo más popular gracias a su “chapa” de “Frejolito” que era, podría decirse simpática. Habría que profundizar más en procura de saber hasta qué punto ambos apodos contribuyeron al triunfo electoral que les permitió a los dos ser alcaldes de Lima, como también en nuestros días al actual alcalde gracias al apodo ligado a un cerdito simpaticón.
Los apodos pueden entonces servir para identificar y diferenciar a los actores políticos, facilitando su reconocimiento y su memoria. Por ejemplo, se le dice “El Libertador” a Simón Bolívar, por su papel en la independencia de varios países sudamericanos, como se le denomina la Tortuga, al presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, por su lentitud y su caparazón, además de ser un animal longevo y resistente, pero también vulnerable y torpe como muchas de nuestras actuales autoridades.
Los apodos políticos entonces pueden generar simpatía o antipatía, confianza o desconfianza, adhesión o rechazo, pero por si solos no bastan para destruir o generar posibilidades. Están sujetos y mucho a las circunstancias políticas, a la personalidad de los personajes y a los gestos y lemas, como por ejemplo ocurrió con Alan García cuyo apodo (“Caballo loco”), no era muy simpático o atractivo que digamos, aspecto negativo que pudo superar colocando en el escenario político lemas y emociones que apuntaban más a la sicología mayoritaria del elector peruano que se guía más por emociones que razones, votando generalmente por aquellos que consideran el “mal menor”. Y si no recordemos que Barnechea se atracó con un chicharon, en tanto la patada de Alan no paso a mayores.
Los apodos políticos también pueden ser usados como herramientas de propaganda, de movilización o de resistencia. Pueden ser empleados para difundir un mensaje, para convocar a un sector social o para expresar una demanda. Pueden ser creados por los propios políticos, por sus seguidores, por sus adversarios o por los medios de comunicación. Pero su mayor o menor éxito depende de cuan fuerte sea el apodo en relación a quién lo recibe, o es identificado por el mismo.
Los apodos, no lo olvidemos, pueden servir para expresar admiración, afecto, respeto o simpatía hacia un político o un movimiento político, fortaleciendo su legitimidad y su popularidad o, todo lo contrario.
En estos últimos sentidos, estimado lector, me gustaría preguntarte con cuál de las siguientes definiciones te quedas:
1) Un lagarto es una persona que intenta elevarse por cualquier medio en la escala social o política, que adula a alguien para obtener sus favores, que es arribista, lambón o trepador.
2) Un lagarto es una persona que se arrastra, que tiene sangre fría, que no tiene vergüenza, que es pícara o taimada, que se hace resistente a las críticas o a las consecuencias de sus actos.
3) Un lagarto es una persona que se regenera o resucita después de algún fracaso o escándalo político, que se cura o se protege de las amenazas o los ataques, que se adapta o cambia según las circunstancias, como su primo hermano, el camaleón.