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18 diciembre, 2024 2:29 am

A propósito de la pena de muerte

Un aspecto no menor es que nuestro sistema de justicia está bastante venido a menos por los errores judiciales, efecto de sus problemas estructurales que no acabamos de abordar, lo que colocaría en extremo riesgo el bien más preciado de una sociedad madura: la vida de sus ciudadanos.

POR: VICENTE ANTONIO ZEBALLOS SALINAS   

De manera inesperada, el Gobierno coloca en la agenda pública nacional la aplicación de la pena de muerte, ahora matizada como “consulta ciudadana” y, como ha sido muy propio en nuestra historia política, más ha sido instrumentalizada como un elemento distractivo que concentra la atención pública que una medida discutida técnicamente y que responda a una política criminal. En el contexto, tenemos un descontrolado Congreso que, sin ejercicio de prudencia, viene legislando arbitraria e interesadamente, encontrándose como aliado de la incertidumbre y la imprevisibilidad, un Ejecutivo dislocado y desesperado por rebatir su alicaída audiencia ciudadana.

Nuestro ordenamiento constitucional ha ido recogiendo su aplicación en distintos momentos, llegando a la norma vigente: “solo puede aplicarse por el delito de traición a la Patria en caso de guerra, y el de terrorismo, conforme a las leyes y a los tratados de los que el Perú es parte obligada”, dos casos precisos y acotados. Llegar a esta fórmula restrictiva no fue consecuencia de la parsimonia constituyente, sino del convencimiento de que su aplicación no es disuasoria, de la no infalibilidad de nuestro sistema de justicia —la muerte es irreversible— y de nuestra inserción en el sistema internacional de los derechos humanos, haciéndonos parte de distintas Convenciones que establecen su proscripción. Una de las evidencias es que nuestra norma penal no establece como sanción máxima su aplicación, aunque sí lo considera el Código Penal Militar Policial como medida excepcional: por traición a la Patria en caso de conflicto armado internacional.

El último caso en que se aplicó la pena de muerte en nuestro país fue por espionaje, en 1979, al militar Julio Vargas Garayar. El fusilamiento de Jorge Villanueva Torres, “El Monstruo de Armendáriz”, acusado de violación sexual de menor seguido de muerte y condenado a la pena capital, hasta el día de hoy genera “incertidumbre sobre un juicio certero y justo”.

Quizá el Estado donde se aplique con mayor incidencia sea Estados Unidos, compenetrados con su estructura federal. Su aplicación varía de estado en estado, así como en modalidad y, sin embargo, no ha logrado bajar la tasa de crímenes gravosos, por lo que su aplicación está en permanente discusión pública. No interiorizamos con estados autoritarios, donde no hay respeto alguno por las libertades y derechos ciudadanos, en que la vida de las personas les es irrelevante. “No hay evidencia científica de que la pena de muerte desaliente la comisión de crímenes de manera más efectiva que las condenas largas o perpetuas sin derecho a libertad condicional. Se puede afirmar que no funciona”, se sostenía como premisa en la Secretaría de la ONU para los DDHH.

Un aspecto no menor es que nuestro sistema de justicia está bastante venido a menos por los errores judiciales, efecto de sus problemas estructurales que no acabamos de abordar, lo que colocaría en extremo riesgo el bien más preciado de una sociedad madura: la vida de sus ciudadanos. El respeto a la vida está consagrado en la Constitución y nuestro Código Penal, en su título preliminar, establece la naturaleza preventiva, protectora y resocializadora de la pena.

Como la propuesta surge de casos concretos, la pena de muerte no alcanzaría a aplicarse de forma inmediata, toma su tiempo y tiene sus propias etapas. En principio, no se puede modificar el Código Penal y aplicarla de manera inmediata. El paso inicial sería denunciar la Convención Americana de Derechos Humanos, que recién cobraría eficacia luego de doce meses, como establece la Convención de Viena de 1969 sobre el Derecho de los Tratados. Luego acudiríamos a modificar nuestra Constitución, que, bajo sus dos modalidades, sea acudiendo a un referéndum luego de aprobarse por el Congreso o sea aprobándose en dos legislaturas ordinarias, tomaría de uno a dos años. Concretado este procedimiento de reforma, se podría recién modificar el Código Penal, que también recaba su tiempo en las discusiones político-parlamentarias para poder aplicarse. A ello, considerar un principio básico del derecho penal: la irretroactividad de la ley penal, es decir, solo aplicable para casos futuros.

El Estado peruano es parte de la Convención Americana de Derechos Humanos al ratificarla por Decreto Ley 22231 del 11 de julio de 1978, durante el Gobierno de Francisco Morales Bermúdez, y el instrumento de ratificación fue depositado en la OEA el 9 de agosto de 1977. Su artículo 4.2 establece textualmente: “En los países que no han abolido la pena de muerte, esta solo podrá imponerse por los delitos más graves… Tampoco se extenderá su aplicación a delitos a los cuales no se la aplique actualmente”. En consecuencia, es de ineludible atención este articulado que motiva a no alejarnos de un tratado al que el Perú de manera autónoma y soberana aceptó. Caso contrario, incurriría en responsabilidades internacionales, convirtiéndonos en un Estado paria, aun siguiendo el procedimiento regular de su denuncia, pues es claro el convencimiento dogmático-jurídico de la ineficacia de su aplicación.

Una diversidad de propuestas legislativas, vienen proponiéndose para denunciar esta Convención y facilitar su aplicación. Revisados estos proyectos, inciden en contrarrestar el incremento de la criminalidad en nuestro país. Las evidencias científicas corroboran que en ningún Estado donde se implante o ya se aplique esta haya disminuido; muy por el contrario, se ha incrementado. Precisamente, la respuesta es una grave deficiencia en la capacidad de análisis o diagnóstico, que imposibilita identificar temas críticos que alientan la ola delincuencial y asumir políticas públicas pertinentes. Se opta por una medida “populista”, respondiendo más a la tribuna electoral que a la responsabilidad de dar respuestas coherentes, razonables e integrales que cubran nuestras omisiones o deficiencias que como Estado y sociedad no estamos advirtiendo.

“Una ejecución no es una demostración de fuerza, sino una admisión de debilidad. Representa el fracaso a la hora de crear una sociedad más humana, en la que la protección del derecho a la vida triunfe sobre las tentaciones de venganza”, Omar Waraich, Amnistía Internacional.

Análisis & Opinión