POR: SOLEDAD ORCOAPAZA LUQUE
El 2 de junio del año pasado es una fecha tatuada en mi memoria. Ese día conocí a Julia y Teófilo, padres del entonces desaparecido soldado Wilber Carcausto Uchiri. Ambos fueron víctimas de una abusiva intervención policial cuando protestaban a las afueras de la 3° Brigada de Caballería de Tacna.
Los humildes esposos que habían arribado desde Puno buscando algún rastro de su hijo, apenas se encontraban con dos pequeñas y gastadas cartulinas, pero los efectivos policiales los trataron como un par de delincuentes. Los forcejeos acabaron mal, mamá Julia terminó con la pollera rota y papá Teófilo con los brazos lastimados.
Para mí era inevitable no conmoverme ante su dolor, no estremecerme al verla llorar amargamente ante la burla y la indiferencia de los uniformados. Las horas pasaban y nadie les daba explicaciones del paradero de Wilber, mientras tanto, la población se iba sumando cada vez más y más. Hubo una autoconvocatoria.
No importó el frio, ni la llovizna, decenas de personas seguían acercándose para donar nuevas polleras, abrigos y alimentos, hasta que cayó la noche. Un fiscal se hizo presente, ejecutó las diligencias para que los padres puedan reunirse con el general junto a su abogado. Julia y Teófilo me tomaron de ambos brazos, se negaban rotundamente a dejarme fuera de la oficina, querían que entre con ellos. A los militares no les quedó otra alternativa que aceptar el pedido, claro que a regañadientes.
Mientras se desarrollaba el encuentro, notamos que en los exteriores los ánimos se habían caldeado. De pronto, escuchamos gritos y el sonido de vidrios rotos. La población estaba enardecida ¿Por qué? minutos después me enteré que el personal militar habría golpeado a uno de los muchachos que también estaba solidarizándose con el caso.
Al día siguiente, es decir el 3 de enero; el procurador del Ejército, Hegel Galileo Yanayaco Jiménez, interpuso una denuncia penal en mi contra y otras dos personas por la presunta comisión de los siguientes delitos: delito contra la tranquilidad pública en la modalidad de disturbios, que tiene una pena entre 6 y 8 años de cárcel, así como por el delito contra la propiedad en la modalidad de daños porque aducen que “atacamos la Comandancia” y por el delito contra la salud pública por la violación de medidas sanitarias. El fiscal a cargo es Víctor Flores Limache.
En los últimos años se han ido elevando las sanciones de algunos delitos relacionados a la protesta. Ejemplo: Hace años el delito de disturbios y entorpecimiento a servicios públicos no tenían penas privativas de libertad mayores a dos años y en su modalidad agravada tenía un máximo de seis, ahora son penalizadas hasta con ocho y diez años, respectivamente.
Ya van más de 8 meses de investigación y el proceso sigue su curso, hoy declararán los abogados del Ejército. Esto representa violencia legal y una clara intención de criminalizar la protesta. Según la comisión Interamericana de Derechos Humanos, la protesta social es “una forma colectiva de expresión”. Es una herramienta de petición, de denuncia, un mecanismo empleado por las poblaciones para llamar la atención de las autoridades a fin de que sus demandas sean atendidas. Las protestas son recurrentes históricamente.
Ahora bien, la criminalización implica principalmente el uso del sistema jurídico, el uso de las leyes para detener y condenar a los activistas sociales, lo cual permite “legalmente” hostigarnos, perseguirnos y encarcelarnos, comparándonos con delincuentes. Algo reprochable. Este tipo de denuncias tienen el objetivo de asociar la protesta social con lo criminal.
Resulta indignante que mientras existen casos realmente importantes que duermen en los anaqueles o los escritorios de los fiscales, se destine tiempo y presupuesto para perseguir a activistas sociales. Quieren sembrarnos miedo para que bajemos la cabeza, pero no lo lograrán.
“Nada en el mundo me irritaba más que la inactividad, el silencio. La negativa o la incapacidad de hacer o decir algo cuando era necesario me resultaban insoportables. Los simples espectadores, los que se limitaban a asentir con la cabeza, los que se volvían de espaldas me ponían enferma”, escribe Ángela Davis en su libro autobiográfico. Yo comparto absolutamente esa idea.
Al término de esta nota, mi celular suena fuerte. Es una llamada de mamá Julia desde su natal Puno, a través del hilo telefónico me muestra su apoyo y brinda aliento para seguir adelante. Ella no lo sabe, pero tengo los ojos vidriosos, siempre me emociona escucharla. Es una mujer valiente que nunca se dio por vencida por hallar a su hijo, y yo no descansaré hasta que se respeten mis derechos. El proceso en mi contra debe archivarse.
Agradezco infinitamente las palabras y gestos de solidaridad de mis compañeras de lucha, amigos, maestros, familiares y de personas que sin conocerme personalmente se han comunicado conmigo para decirme “Sole, sigue, no desistas”. Hoy me siento más fortalecida que nunca.