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16 marzo, 2025 6:28 pm

Viaje a Iguazú

Es el mundo mismo que se expresa en su lenguaje salvaje; es el mundo que saluda orgullosamente a todos; es el mundo que, ¡ay!, no pide permiso a los hombres para existir.

POR: EIFFEL RAMÍREZ AVILÉS     

Me tocó volver a salir de Perú. Y esta vez quise, en vez de comunidades, apreciar las maravillas naturales, entre ellas, Iguazú o en palabras más imponentes: las grandes cataratas de Iguazú, al sur de Brasil. Puede usted guiarse un poco de este brevísimo baedeker.

Lo primero que se tiene que hacer al aterrizar en un aeropuerto brasileño es fijarse bien en sus avisos. Fuera de los comunes que hay en cualquier aeropuerto internacional, en Brasil existe la –endemoniada– regla de no poder retroceder una vez cruzada una línea. Y no se puede volver por más ruegos que se haga. Precisamente, en Río de Janeiro, adonde arribé, pasé esa línea, pero como olvidé hacer un trámite, quise retornar solo unos cuantos pasos, pero un vigilante me detuvo: tiene que seguir hacia adelante, señor. Y lo mismo le sucedió a un alemán y ambos terminamos maldiciendo las normas brasileñas. Imagínese usted: ¡un alemán condenando las rígidas normas de un país sudamericano!

Pero la meta seguía en pie: llegar a Iguazú. En el siguiente aeropuerto, estuve atento a las fastidiosas líneas. De Río de Janeiro a Foz de Iguazú (como se llama la ciudad de las cataratas) se llega en no más de dos horas. Estamos ya en la frontera. La ciudad, en medio de la gran selva brasileña, arde en calor. Y ahora me permito decir una gran verdad: no se debe comparar las geografías. Inútil es comparar nuestro desierto costeño con los desiertos árabes, nuestro invierno serrano con el invierno europeo y, del mismo modo, jamás comparen el clima de esta selva con el de la selva peruana. En Foz, por el intenso calor, la gente no camina por la calle. No hay perros ni gatos que se asomen a las puertas. Todo desplazamiento es por vehículos con aire acondicionado. Yo hice el intento de salir a pasear, pero fracasé y terminé volviendo a mi hotel.

Ahora lleguemos a las famosas cataratas. El territorio donde está Iguazú, así nos comentó el guía mientras nos acercábamos, pertenecía a Paraguay, pero por la guerra de la Triple Alianza (en las que se juntaron Brasil, Argentina y Uruguay contra aquel en el siglo XIX), dicho país perdió soberanía sobre ese espacio. Por eso, hoy las cataratas se pueden apreciar desde el lado brasileño como desde el lado argentino.

Yo las contemplé desde el lado brasileño, en el que se tiene una vista más panorámica. Quedarían cortas mis palabras al tratar de describir lo que vi: las aguas del río Iguazú, al llegar a cierto punto, se precipitan sobre un nuevo cauce rocoso, generando níveas cascadas cual velos inmensos desenrollándose. La colocación de ciertos puentes permite al turista acercarse lo más posible a las ondas que van cayendo a todo furor, lo que hace que un sinnúmero de pequeñísimas gotas empiece a empapar al visitante, brindándole mucha frescura y placer. Uno se siente en tiempos edénicos.

Debo decir que estas cataratas tienen una magia especial: y especial por natural. Pues no hay nada de intervención humana en su ser. Es el mundo mismo que se expresa en su lenguaje salvaje; es el mundo que saluda orgullosamente a todos; es el mundo que, ¡ay!, no pide permiso a los hombres para existir. El hombre que reconoce ese mensaje puede alcanzar a tener el éxtasis definitivo de lo que está contemplando. Y, con un poco de reflexión y quizá también de pesar, podría aceptar que el mundo anda muy bien sin él.

Vaya a Iguazú, querido lector, y, al pie de sus majestuosas aguas, reconozca con humildad su pequeñez: asómbrese, regocíjese y despierte, que la naturaleza sí sabe saludar y lo hace con la noble furia de un gigante.

Análisis & Opinión