POR: EIFFEL RAMÍREZ AVILÉS
En mi ruta diaria hacia una biblioteca pública, tomo un enorme bus verde, también público. Y no habré estado ni diez minutos sentados, cuando un hombre detiene el bus y sube. Cuenta una historia. Su esposa ha fallecido; su hija está en el Hospital del Niño; afirma que ha venido de provincia. Entonces pasa por los asientos con el brazo extendido, suplicante, y recibe a cambio algunas monedas.
Cuando el bus llega a la avenida Abancay, ese hombre se multiplica. Esta vez sube alguien, más escuálido, con una desgastada gorra y un morral. Cuenta otra historia, recibe la limosna y se baja. No pasan dos cuadras y sube de inmediato una pareja, dos sordomudos. Realizan un acto patético de “cantar” algo y, terminado ello, mediante señas, solicitan apoyo. Ahora le sigue un niño, que ofrece golosinas. No dice nada, no señala nada, porque en su sucio rostro está todo lo que quiere decir. Y se baja, porque le llega el turno a una mujer madura que, con voz ronca, habla de los avatares y los proyectos truncados. No mira a nadie; estira la mano.
Y al retornar a casa, por la noche, sucede lo mismo. Pero no solo los buses están llenos de mendigos, sino también las calles. Si el Perú es Lima, y esta es el jirón de la Unión, entonces este último es el rostro de la mendicidad: ciegos cantando a viva voz; jóvenes pidiendo que les regales aunque sea la botella de plástico; ancianos en sillas de ruedas. Y si consideramos también a aquellos que hacen algún breve número o ejecutan alguna acrobacia, para luego acercarse con la vasija donde tintinea algún sencillo, como oficios afines a la mendicidad, entonces estamos ante una avalancha imposible de contener. Los nuevos románticos de la Ciudad de los Reyes se engañan, pues, cuando creen que esta es una ciudad de trabajadores o emprendedores exitosos (salidos de abajo, les dicen con orgullo). Lima es mendiga ahora.
La mendicidad es un fraude, como todos lo sabemos. Aquel ciego apostado en la avenida Grau, con la ropa raída y el cabello calvo, ve muy claramente (y muy bien de noche). Aquel que, por la limosna, dice tener cáncer a la garganta, no la tiene, y más bien se entrega a las farras, cínicamente, los fines de semana. La mendicidad es un teatro, pero que aceptamos porque juega con algo que puede morder de imprevisto: nuestra conciencia. Nadie está mejor entrenado en psicología que un mendigo.
En un cautivante ensayo, Robert Louis Stevenson (ese escritor inglés que todos deberíamos leer) admitía que, en efecto, no podía haber un mendigo auténtico. Sin embargo, existe una pobreza real y por ello él agregaba: «En los hogares de la clase trabajadora, siempre habrá un pie en la escalera, siempre estarán llamando a la puerta; los mendigos entran y salen, sin que nadie se lo impida, casi sin descanso, de la mañana a la noche; y, mientras tanto, en la misma ciudad y apenas a unas calles de distancia, nadie llama a los castillos de los ricos».
Pues ahora lo comprendo mejor: los mendigos, falsos o no, están en muchos lugares, menos en los exclusivos. Ellos saben que, en Lima, a la vera de “los castillos de los ricos”, se morirían de hambre. En las zonas lujosas, hasta una mascota tiene asegurado el futuro, y si se trata de un perro vagabundo los finos burgueses le tienden, con compasión, una tinaja de agua. El mendigo, o el pobre, en cambio, recibe como única respuesta un hermético cancel o un enorme sereno con botas. ¿Lima mendiga? No solo eso: Lima al abismo.