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18 agosto, 2025 3:01 pm

Identidad regional entre guerras y guerritas

“Odio la guerra, ya que solo un soldado que la ha vivido, es el único que ha visto su brutalidad, su inutilidad, su estupidez”. – Dwight D. Eisenhower.

POR: CÉSAR A. CARO JIMÉNEZ

Abril–mayo de 1933. Las tropas de Colombia y las fuerzas peruanas han entrado en combates abiertos en la región amazónica que ambos países disputan desde hace meses. En un contexto ya tenso por la frontera de Leticia, los choques de artillería y los enfrentamientos de pelotón se han intensificado en los últimos días, desatando preocupaciones en la frontera y en las capitales de la región.

En medio de esa confusión, el presidente peruano Luis Miguel Sánchez Cerro fue asesinado durante un acto público a finales de abril, dejando al país en estado de conmoción y alterando la dinámica política interna en medio de una crisis exterior ya en curso.

Hoy, 93 años después, cabe recordar el contexto y antecedentes de la prolongada crisis conocida como la Guerra de Leticia (1932–1933), un conflicto fronterizo que estalló por disputas sobre la soberanía de Leticia y áreas próximas en la Amazonía, disputadas entre Colombia y Perú. Aunque la situación se complicó con la inestabilidad interna del Perú y la reorganización de sus fuerzas tras la asunción de Sánchez Cerro, las potencias regionales —incluido Brasil como mediador— buscaban una vía de salida pacífica a través de acuerdos diplomáticos en la escena internacional.

La noticia del asesinato de Sánchez Cerro el 30 de abril de 1933, en Lima, en el antiguo hipódromo de Santa Beatriz (hoy Campo de Marte), añadió una capa adicional de incertidumbre a la ya frágil situación. Sánchez Cerro, quien lideraba el gobierno peruano tras haber depuesto a Leguía, fue asesinado durante un acto público en Lima a finales de abril de ese año. Su muerte generó una lucha por la sucesión y cambios en la estrategia política y militar peruana, que pasó a ser liderada por Óscar R. Benavides, quien asumió la presidencia y continuó un periodo de control militar, emprendiendo enseguida conversaciones con el gobierno de Colombia que detuvieron los enfrentamientos.

Meses más tarde, los dos países se reunieron con la mediación de la Sociedad de Naciones en Río de Janeiro. Allí llegaron a un acuerdo que ratificaba el Tratado Salomón-Lozano de 1922, que reconoció la soberanía colombiana sobre las tierras comprendidas entre los ríos Caquetá y Putumayo y el llamado “Trapecio Amazónico”.

Pues bien: dos años después estaba en la agenda del Congreso la creación del Departamento de Moquegua, hecho que aprovechó Luis A. Flores, jefe del Partido Unión Revolucionaria y miembro del Congreso Constituyente, para condicionar el apoyo de su bancada —que era mayoritaria— a que una de las provincias llevara el nombre de su caudillo.

Este hecho, como otros tantos, justifica que alguna vez González Prada escribiera: “La historia de todos los pueblos nos ofrece los horrores de una tragedia, mezclados con las ridiculeces de un sainete: al lado de un bandido, el bufón; junto al crimen, la payasada”.

Y aquí cabe hacer una reflexión en torno a los nombres. Estos expresan un hecho sociocultural. Por ello los nombres no son azarosos ni superficiales, sino portadores de autoafirmación. El nombre implica asumir las raíces, los orígenes, la historia y el presente como médula de su identidad.

Y en dicho sentido, cabe preguntar y preguntarse: ¿Quién fue Sánchez Cerro? Y veremos que tuvo una vida corta, meteórica, relampagueante, llena de pocas luces y de sombras, pocos aciertos y muchos errores, con tintes fascistas que Washington Delgado comparó con las dictaduras ultraderechistas de Somoza o Trujillo.

En pocas palabras: no tuvo ningún aporte ni significado, tanto a nivel nacional como regional. Es más: creo que, en toda nuestra patria, es el único caso en que una provincia lleva el nombre de un personaje que no es autóctono, aparte de no haber sido un referente histórico por el cual cabría estar orgullosos. No olvidemos que fue fruto de una imposición.

Yendo a extremos: ¿se imaginan caminar por una calle que se llame Stalin o Hitler, ambos responsables de genocidio? ¿No nos parecería absurdo e inmoral? ¿Qué valores estaríamos sosteniendo?

En todo caso, muchos más méritos tendría José Carlos Mariátegui como moqueguano, al margen de coincidencias y discrepancias. En todo caso, la decisión sobre la posibilidad de renombrar a la provincia altoandina moqueguana está en manos tanto de las nuevas generaciones como de las autoridades, quienes tendrían que efectuar las actividades y/o gestiones del caso como una manera de comenzar a recuperar la identidad moqueguana tan venida a menos en estas últimas décadas.

Análisis & Opinión