Hay que estudiar la historia de nuestros padres

POR: ALEJANDRO FLORES COHAILA

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Hoy me levanté más temprano que de costumbre. No sé bien a qué hora dormí, pues las horas nocturnas —a diferencia de las horas diurnas— desde cierto punto se vuelven homogéneas y se hace imposible distinguir las once de la noche de las cuatro de la madrugada.

Lejos de descansar dentro de mi horario normal, una preocupación asilada en otro tiempo rascaba duramente en mi cabeza, sutilmente desafiando las leyes del tiempo y de la distancia, pero finalmente desconocía en su totalidad cuál era aquella preocupación, lo que atenuaba aún más el sentimiento, añadiéndome incertidumbre por si derivaría eternamente.

No tengo razón para haber despertado tan temprano, hoy iba a ser principalmente una jornada de ocio. Disfruto de días como estos, usualmente aprovecho para leer, limpiar mi cuarto, ver películas y demás. Pero, como nada puede ser perfecto siempre, fácilmente puede irse el tiempo con el sol si uno está inmerso en pensamientos, recuerdos, en específico. La semana en la que escribo esto será el Día del padre, lo que me dio motivo para pensar bastante en el mío. Hace bastante tiempo que no lo visito.

Lo dejé hace dos años en aquella oficina rebosante de papeles, viendo un monitor, escribiendo algo del trabajo, y escuchando una presentación en vivo de André Rieu de fondo. Siempre ha sido así. Desde que recuerdo, la mayor parte de sus días se los pasa solemnemente inmerso en el trabajo. Aquello es cierto, pero no soy de memoria frágil, tampoco estoy poniendo a mi padre en la hoguera: siempre que no está trabajando, seguramente estamos haciendo algo juntos.

En dieciocho años juntos lo que hacemos en nuestras pausas semanales han ido cambiando. Por ejemplo, poco antes de ocurrir el moqueguazo, recuerdo haber asistido religiosamente cada fin de semana a jugar fulbito a la cancha —que antes era de cemento y no tenía techo— del parque de la juventud, siempre en la compañía de mi padre y de mi hermano; fueron tantos los años que acudimos a aquella cancha, que creamos un bonito lazo con la señora que alquilaba patinetas y, en especial, con sus dos hijos que también jugaban fútbol, a quienes no veo hace muchísimo tiempo.

Luego de que mi hermano se fuera de la casa, se perdió la costumbre de jugar fulbito, también añadió a esto que llegara mi etapa de obnubilación del criterio y del pensamiento: la pubertad. Comencé a distanciarme mucho más de mi padre y de mi madre, las horas que tenía libres en la tarde las pasaba en casa de algún amigo jugando o, en ocasiones, recorriendo Moquegua de lado a lado y del modo más relajado posible.

Han pasado dos años desde que me tocó partir como mi hermano —y como mis padres— hacía otra ciudad, con fines de estudio. En este tiempo he aprendido un par de cosas, entre ellas creo que la más importante es que somos muy parecidos a nuestros padres. Obviando la situación social —pues a mi papá le tocó crecer en un ambiente duro, completamente lo opuesto a mí—, se podría decir que, entre tantos caminos posibles, los dos tomamos el mismo. Los mismos ideales, sueños parecidos, sensibles por las mismas cosas, la misma manera de afeitar y el mismo andar. Con lo que ahora sé, me parece importantísimo aprender a cambiar de montura y empezar a leer las páginas traseras, ignoradas por todos, en la vida de nuestros padres.

Podría asegurar que siempre es una sorpresa, que nunca se deja de aprender y que, al fin y al cabo, todos nos volvemos viejos y contamos historias parecidas. ¡Ah! Ya está… desapareció la preocupación.

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