POR: CÉSAR CARO JIMÉNEZ
Históricamente, a todo nivel, en nuestro intento de ser un país racional digno de respeto y admiración, erigimos falsos héroes y hechos a lo largo y ancho de nuestras fronteras y tiempos. Así, no hay un pueblo o ciudad que se respete que no tenga un (nos) referente (s), hecho (s) o “ciudadano (s) ejemplar (es)” a los cuales exhiban con orgullo, obviando que muchas veces algunos de ellos en su momento fueron objeto de rechazo o ninguneo por las autoridades de turno.
En nuestro caso pienso por ejemplo en Mariano Lino Urquieta o en Mercedes Cabello de Carbonera, cuyas posiciones intelectuales fueron rechazadas –y me atrevo a decir que hoy continuarían siéndolo—, en razón a la urticaria que aun hoy causaría su pensamiento que la gran mayoría, por cierto, desconoce, por lo que quizás algunas instituciones educativas llevan sus nombres, pero cuidándose de profundizar en su obra.
Algo semejante ocurre con nuestra historia patria, la cual ha sido y es convenientemente dulcificada como ocurrirá este próximo 28 de Julio, fecha en la cual nos aprestamos a “celebrar el Año del Bicentenario del Perú: 200 años de Independencia”.
Pero más allá de la pompa y el autoengaño colectivo, preguntémonos: ¿Hasta qué punto éramos independientes ese 28 de julio de 1821? ¿Los españoles ya se habían retirado o capitulado ante el nuevo gobierno del territorio peruano? …La respuesta es obvia o negativa, pero desde hace dos siglos seguimos autoengañándonos, quizás porque San Martín era el “joven blanquito” de la película, mucho más de agrado de la clase política que lo acompañó en la proclama de la “independencia” como también acompañaba a los virreyes y su corte en los actos protocolares y los cuales, cabe recalcar que no veían con buenos ojos al “morenito” Bolívar, el que dicho sea de paso, en “Carta de Jamaica” escribió refiriendo a la clase política limeña: “El Perú, por el contrario, encierra dos elementos enemigos de todo régimen justo y liberal: oro y esclavos. El primero lo corrompe todo; el segundo está corrompido por sí mismo.
El alma de un siervo rara vez alcanza a apreciar la sana libertad; se enfurece en los tumultos, o se humilla en las cadenas. Aunque estas reglas serían aplicables a toda la América, creo que con más justicia las merece Lima por los conceptos que he expuesto y por la cooperación que ha prestado a sus señores contra sus propios hermanos, los ilustres hijos de Quito, Chile y Buenos Aires. Es constante que el que aspira a obtener la libertad, a lo menos lo intenta. Supongo que en Lima no tolerarán los ricos la democracia, ni los esclavos y pardos libertos la aristocracia; los primeros preferirán la tiranía de uno solo, por no padecer las persecuciones tumultuarias y por establecer un orden siquiera pacífico. Mucho hará si concibe recordar su independencia”.
Y aquí cabe recordar algunas de las posiciones de San Martín, las cuales quizás encuentre justificación en los males estomacales que padeció y los cuales ocasionaron que ya cuando traspuso la Cordillera de los Andes era dependiente del opio para calmarlos.
Dependencia que debió haberle afectado tanto que conforme lo relata Virgilio Roel Pineda, lo llevó a una serie de desatinos como el negociar con el virrey de La Serna, el intentar traer un rey europeo, el malquistarse con sus colaboradores, que lo culpaban del empantanamiento de la campaña militar en el Perú, todos los cuales culminaron en la entrevista con Bolívar en Guayaquil, tras la cual se retiró en calidad de vencido en julio de 1822, dejando el campo libre a quien algunos autores como Herbert Morote califican como el enemigo número 1 de Perú. Empero, lo cierto es que Bolívar logró tras el triunfo de las tropas dirigidas por Sucre, en la batalla de Ayacucho, el 9 de diciembre de 1824 la capitulación española.
Aquí cabe resaltar al margen de simpatías o antipatías lo que alguna vez me dijo un amigo: “En tanto San Martín fue u soldado que hizo fortuna, Bolívar fue un hombre de fortuna que se hizo soldado. Y en tanto el primero se retiró del Perú y el proceso libertador cuando tenía solo 45 años, muriendo apaciblemente a los 72 años en la ciudad costera francesa de Boulogne-sur-Mer; Bolívar muere en la ciudad colombiana de Santa Marta cuando intentaba llegar a Europa el 17 de diciembre de 1830 a los 47 años de edad, supuestamente por tisis tuberculosa, derivada de un catarro pulmonar mal curado, que se convirtió en tuberculosis crónica, y afligido además por el asesinato de Sucre. (El 16 de julio de 2010, los restos mortales de Bolívar fueron exhumados por orden de Hugo Chávez para su análisis y tratar de comprobar si en realidad murió por causas naturales o fue asesinado. También se realizaron pruebas de ADN.
En julio de 2011, la unidad criminalística del Ministerio Público de Venezuela que exhumó los restos de Bolívar informó que la causa de muerte no fue tuberculosis como lo diagnosticó el médico que lo atendió en 1830 sino un trastorno hidroelectrolítico. Asimismo, científicos de la Universidad Johns Hopkins especulan respecto a que Bolívar ingirió arsénico como un remedio para algunos de sus frecuentes males: dolores de cabeza recurrentes, debilitamiento, hemorroides y sus episodios crónicos de pérdida de conciencia. En esa época el arsénico era un remedio médico común. Parece que Bolívar se autor recetó.)