Por: Arnulfo Benavente Díaz
Estamos en verano y en el viejo muelle mollendino es temporada de pesca. El sol de la tarde refleja su luz dorada en aguas barullaje. Varias personas se encuentran en esta faena pescadora cosmopolita. De pronto emerge un «chungungo» con un pescado «borracho» en sus dientes. Un graznido de gaviota hace eco en toda la zona del muelle.
A lo lejos observamos un paisaje de acantilados de baño «El Cura» y «El Fuerte» que parecen surgidos de pinturas Impresionistas.
Llevamos en la mochila: anzuelos, plomos, diferentes tipos de cordeles, linterna, hilos y un puñal, extraemos del chinguillo llotos blandos y duros. Trituramos los duros para carnada «enguade» como inicio de la pesca. Enganchamos en el anzuelo en lloto blando transparente. Unos gramos de plomo son suficiente para lanzar el cordel. Levantamos el brazo y cual un remolino envío con silbido el sedal de pesca.
Dos picadas con tres ráfagas anuncian la presencia de gavinzas. Sentimos un tirón y soltamos poco a poco el cordel para dar «carrera» porque era un pescado de a kilo, de esos que siempre están dando giros. La gavinza plateada se mueve ligera y luego suave y lenta. Es el momento para subirla al muro, con la mano izquierda atrapamos su cuerpo escamoso, húmedo y resbaloso. Con la derecha sacamos el anzuelo sangriento y restos de lloto. Arrojamos el pescado al piso, hace piruetas y convulsiona, colocamos el pescado en el chinguillo y lo cerramos.
Vemos en el panel anaranjado del horizonte del mar, las negras siluetas de lanchas anchoveteras que pasan «torrejas». Las aves marinas acompañan esta labor, revoloteando.