POR: VICENTE ANTONIO ZEBALLOS SALINAS
De forma reiterada los Congresistas de la República, contestando sus excesos, construyen una respuesta pueril, “el presidente del Congreso acaba de sucumbir ante un órgano independiente que no es ningún poder del Estado. Es decir, el Sr. Soto se ha subordinado a este órgano y, en representación de todo el Congreso por el cargo que ostenta, ha permitido que la JNJ se burle del primer poder del Estado”, tal fue la opinión furibunda del congresista Jorge Montoya; aunque no lejos de éstas percepciones esta la del propio presidente del Congreso que en la Sesión Solemne por el 201 Aniversario del Parlamento, discurseaba: “el Congreso de la República es el primer poder del Estado y es la garantía de la libertad y de la democracia”. Es decir, no hay órgano constitucional que pueda hacerle contrapeso al legislativo, quien en ejercicio de sus competencias autónomas no se encuentra limitado ni sujeto a control alguno.
Sin embargo, tampoco es una concepción reciente en nuestra historia política, el Apra en su disposición política de “acuerdos” hasta con el enemigo, en 1962 pactó con el odriísmo, tratando de impedir la llegada al gobierno de Fernando Belaunde, pero un golpe militar frustró el contubernio; sobreviviendo la mayoría parlamentaria en las elecciones de 1963, impulsándose un manifiesto obstruccionismo parlamentario, autodefiniéndose como el “primer poder del Estado”, que culminaría con el golpe de Estado del 3 de octubre de 1968. Domingo García Belaunde, refiere que Enrique Chirinos Soto en su libro “La Nueva Constitución al alcance de todos,” insiste en reiterar “la pintoresca tesis que afirma que el parlamento es el primer poder del Estado”.
El poder históricamente se concentraba en una sola autoridad, y el triunfo de la revolución francesa, vino a romper con ello, estableciéndose la división de poderes para romper con la arbitrariedad y la injusticia, un poder ejecutivo, otro poder legislativo y el poder de administración de justicia. Tal es así, que la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, que hasta hoy es parte del llamado bloque de constitucionalidad en Francia, establece en su artículo 16: “Una sociedad en la que no esté establecida la garantía de los derechos, ni determinada la separación de los poderes, carece de Constitución”.
En nuestra evolución constitucional, se pone en evidencia la desconfianza hacia el ejecutivo y, por ende, la necesidad de controlar el poder presidencial, desde nuestras primeras constituciones se van incorporando instituciones del sistema parlamentario, que incluso hasta hoy no acaban de cuajar; lo que no ha evitado el significativo poder de la figura presidencial, así desde la academia de define a nuestra forma de gobierno como presidencialismo atenuando. Los recientes contenciosos ejecutivo-legislativo, son un claro ejemplo, de esto último, cuando se intentaba acusar constitucionalmente al presidente de la república, nos encontramos con una barrera infranqueable, el artículo 117, que establece en numerus clausus, bajo que causales pueda ser acusado en tanto se trate de autoridad en ejercicio, que se puede leer como “blindaje presidencial” desde la Constitución.
Nuestra Carta vigente, en su artículo 43, hace referencia a los poderes del Estado y su organización en base al principio de separación de poderes: “La República del Perú es democrática, social, independiente y soberana. El Estado es uno e indivisible. Su gobierno es unitario, representativo y descentralizado, y se organiza según el principio de la separación de poderes”.
Lo que ha sido interpretado por nuestro instancia de cierre, como lo el Tribunal Constitucional, en uniforme jurisprudencia, STC 0004-2004-CC/TC, STC 0006-2018-PI/TC, STC 0006-2019-CC/TC, STC 0005-2007-PI/TC: que nuestro sistema de división de poderes tiene ciertas particularidades y que no son más que adaptaciones a nuestra propia realidad y necesidades; que el principio de separación de poderes posee un contenido más amplio y no se limita a los clásicos poderes legislativo, ejecutivo y judicial, encontrándonos con órganos constitucionales de esa misma jerarquía como la Defensoría del Pueblo, la Junta Nacional de Justicia, el Jurado Nacional de Elecciones; que la Constitución no hace referencia a subordinación entre poderes del Estado, más bien señala explícitamente que no existe la figura de “primer poder del Estado”; que nuestro propio ordenamiento constitucional establece formas razonables para resolver o superar las diferencias entre ellos; y que no debe entenderse la separación de poderes como un antagonismo o ausencia de colaboración, pudiendo existir mecanismos de control con mecanismos de colaboración entre poderes. En tal sentido se han establecido los siguientes rasgos de identidad:
-Principio de separación de poderes propiamente dicho, se refiere a la autonomía funcional y a las diferentes competencias que cada poder estatal tiene. Separación dura, cada poder estatal tienen competencias y funciones preestablecidas, que deben respetarse.
-Principio de balance entre poderes, se refiere a la existencia de mecanismos de coordinación, mecanismos de control recíproco (control jurídico y jurídico-político entre los poderes y órganos constitucionales autónomos); y mecanismos de equilibrio entre poderes (respeto a la autonomía de los otros poderes y órganos constitucionales autónomos, regulación de las competencias y funciones ajenas sin desnaturalizarlas, etc.).
-Principio de cooperación, aquí nos encontramos con el principio de «lealtad constitucional», que exige el respeto a las competencias y funciones ajenas, y fundamentalmente orienta el comportamiento de los actores estatales hacia la consecución del bien común, que debe ser el fin último de la política. No hablamos de poderes del Estado, el poder es uno sólo, el poder del Estado; se trata de diferentes órganos constitucionales, con diferentes funciones, pero dentro de una única autoridad, la autoridad del Estado.
-Principio de solución democrática, que frente a una crisis política o institucional que no puede superarse a través de los medios institucionales habituales debe preferirse, en primer lugar, las salidas deliberadas, es decir, mediante el diálogo institucional o a través de los espacios de deliberación pertinentes y adecuados para enfrentar los conflictos políticos.
La arrogancia de la autoridad parlamentaria, empoderada con la debilidad de los contrapesos políticos, un ejecutivo sin representación parlamentaria, sobreviviendo por la indulgencia congresal, pero más por sus ausencias cómplices en las decisiones autoritarias; una Defensoría del Pueblo y Tribunal Constitucional, entregados a la prepotencia del legislador, y no tanto por su elección-que se la deben- sino por graves limitaciones personales, políticas, entre otros, que les restan su capacidad de asumir con autonomía y dignidad sus delicadas funciones; un Ministerio Público, una Junta Nacional de Justicia, un Sistema Electoral, que están en la mira, del preciso francotirador político para destrozar su independencia y sosegarlo a sus designios, les hace creer a los nada ingenuos-porque no lo son- parlamentarios, que son el primer poder del Estado, con licencia para hacerlo todo, destruirlo todo, pasando por alto la temporalidad de sus cargos, que más temprano que tarde tendrán que dar cuentas, al autentico soberano, el poder del Estado emana del pueblo.