Cuando el paro e invasión de carreteras es negocio para los transportistas de “vanes”

Y de camino, nuestro puerto se mostraba desolado, quizá por el frío de la época. Al vacío de las calles, mi cerebro, en conspiración con mi memoria despierta, pintaron años de niñez en el puerto, en la plaza, corriendo desesperado a los brazos de mi madre, o en la sombra de un muñeco gigante en el Parque del Niño. Y me invadió la paz. En lo que quedaba del viaje, dormí. Cuando llegamos a Moquegua, supe que el viaje y las inclemencias y los vuelcos del mismo, habían valido la pena

4568

POR: ALEJANDRO FLORES COHAILA

Parte de la labor de un chofer que trabaja —a pesar de regulaciones muy básicas—de manera informal, es que durante las revueltas o huelgas que ocasionen bloqueos en la carretera sepan abrir oído y conocer los siguientes movimientos de los protestantes, y hasta sus confidencias, para optar por el camino menos sinuoso.

Me di cuenta de que el chofer de la “Van” en la que estaba no había cumplido completamente su labor cuando estacionó a un lado de la carretera y bajó a pedir que su vehículo pase por una trocha que tenía una llanta en llamas en la entrada, tres hombres con los brazos cruzados delante y había sido destruida completamente por una máquina de construcción.

Estaba regresando a Moquegua de un pequeño viaje a Arequipa. Salí ese mismo día muy temprano por la mañana, casi a las cuatro de la madrugada, en un afán de tener éxito al pasar por la zona de El Fiscal. Y todo ocurrió con normalidad.

Al pasar por el puente Santa Rosa estaba despierto y a la espera de un escenario post apocalíptico, pues estaba seguro de que no iban a haber manifestantes madrugadores, solo piedras, palos, polvo, gente asilada en la vereda gris y, en el aire, un sentimiento de ira.

Pero el carro avanzó por esa zona como lo hizo dos kilómetros atrás, donde no había nada más que tierra y asfalto. Llegué a Arequipa e hice lo que tenía que hacer allá. Luego anocheció y retorné al paradero de Vanes para regresar a Moquegua. Al entrar al garaje donde estacionan todos los carros que parten para allá, un joven estaba gritando: “¡Moquegua, uno! ¡Uno para Moquegua!”. Antes de subir al vehículo pregunté con mucho énfasis si la carretera no estaba bloqueada. A lo que recibí un rotundo “No, señor”. Y ese fue mi error.

El auto arrancó y yo comencé a quedarme dormido enseguida. Pasa algo extraño en las siestas en movimiento: cuando uno duerme en movimiento, solo despierta cuando el movimiento cesa; pero puede volver a dormir en ese momento y seguir privado cuando el vehículo en el que está, avanza. Y me pasó a mí.

Solo desperté a la imagen del conductor hablando con tres señores que parecían no estar dispuestos a escuchar súplicas. El conductor cruzó la pista con una mueca de intriga en su rostro, subió y habló en voz fuerte: “Señores, nos han bloqueado la trocha por donde pasábamos. Tenemos dos opciones: la primera es estar en la cola de carros que ven delante, hasta que nos dejen pasar; la segunda es ir por la Costanera, por Ilo, pero son diez soles más. Conversen entre ustedes y me hacen saber, pero no se demoren mucho”.

No pasó mucho tiempo hasta que todas nuestras voces, sin haberlo conversado, accedieron a ir por Ilo. El chófer tomo una ruta extraña, pasó entre cerros y chacras, hasta que llegó a un camino que a través del carro se sentía de asfalto, ya no de tierra. En principio me había costado aceptar que debía pagar diez soles más y estar sentado por otras dos horas adicionales al viaje regular.

Desde luego que no me había emocionado la idea de tomar el segundo camino, pero algo ocurrió. Después de algunos minutos en la carretera, vi un cartel que tenía inscrito: “Bienvenidos a Punta de Bombón”. Y realicé mi propio viaje, uno de recuerdos muy escondidos en la habitación de la memoria. Hace mucho tiempo había escuchado, en una cena en Moquegua, que un amigo de mis padres hablaba maravillas de las playas de Punta de Bombón, y que algún día deberíamos ir.

Aunque estaba muy joven, me prometí viajar allá algún día. Pero esa promesa se perdió con tantas otras que hice en los años que siguieron. Hasta que llegó el día que estuve allí, de noche, en invierno y solo de pasada.

Estuve allí y me sentía feliz de haberlo estado. Aunque por la ventana no se veía mucho, algo, como el viento o el aroma, me daba la bienvenida y a la vez se despedía. Y ya que estaba en la costa arequipeña, aproveché para contárselo a dos amigos que viven allá. Ya cuando tenía seguro que estábamos en la inmensidad de la nada de nuevo, volví a cerrar los ojos y dormir.

El carro paró, luego de algunas horas, y desperté. Estábamos en el control de Senasa de Pocoma. Una niebla espesa ingresaba por las ventanas semi abiertas y con ella se colaba el olor a mar. Me quedé viendo el efecto óptico que ocasiona la luz de los postes a través de la niebla mientras avanzábamos. Y de camino, nuestro puerto se mostraba desolado, quizá por el frío de la época. Al vacío de las calles, mi cerebro, en conspiración con mi memoria despierta, pintaron años de niñez en el puerto, en la plaza, corriendo desesperado a los brazos de mi madre, o en la sombra de un muñeco gigante en el Parque del Niño. Y me invadió la paz. En lo que quedaba del viaje, dormí. Cuando llegamos a Moquegua, supe que el viaje y las inclemencias y los vuelcos del mismo, habían valido la pena.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí