POR: VICENTE ANTONIO ZEBALLOS SALINAS
La reciente huelga a la que han ingresado los trabajadores penitenciarios nos exige entrar en la realidad que se sobrepone en nuestro sistema penitenciario y que, como sociedad y Estado, requiere de perentoria atención y toma de decisiones.
Hace cuatro años, el Tribunal Constitucional, no en su actual composición, emitió una sentencia emblemática. De un caso concreto, llevó a asumir un diagnóstico integral y una necesaria respuesta a un problema crónico, relegado: la cruda situación penitenciaria. Cualquiera que sea el eje que se aborde, queda fácilmente rebasado. En dicha sentencia, se establecen lineamientos propios de políticas de Estado, abordando con carácter la problemática social ante la indiferencia de las distintas entidades públicas, reclamando coordinaciones, decisiones y acciones inmediatas. Se señala en la decisión: “existe un estado de cosas inconstitucional respecto del permanente y crítico hacinamiento de los establecimientos penitenciarios y las severas deficiencias en la capacidad de albergue, calidad de su infraestructura e instalaciones sanitarias, de salud, de seguridad, entre otros servicios básicos, a nivel nacional”.
Esto último debemos concatenarlo con la disposición constitucional que establece como principio del régimen penitenciario la “reeducación, rehabilitación y reincorporación del penado a la sociedad”. Es preciso el enfoque asumido por el Tribunal Constitucional cuando advierte que, bajo estas condiciones, no se pueden cumplir esos objetivos, lo que hace necesario y urgente atender con suma prioridad este grave contraste. Veamos el círculo vicioso del ilícito penal: La delincuencia emerge de todos los estratos sociales, la ciudadanía reclama mayor seguridad y penas drásticas, de ello se hace eco el Congreso, y en su función normativa, instituye nuevos tipos penales o agrava la sanción a los preexistentes. Luego, el Ministerio Público denuncia y es el Poder Judicial quien emite la sentencia condenatoria. ¿Dónde debe cumplirse la sanción penal? En un establecimiento penitenciario, y es aquí donde descansa el mayor peso de la justicia penal, pues tienen la responsabilidad de reeducarlos, rehabilitarlos y reincorporarlos como personas rectificadas en su andar por la vida, liberadas de las lacras que los arrastraron al delito y, a su vez, una sociedad en la capacidad de recepcionarlos sin ese cliché marginal y excluyente de “exconvictos”.
La osada decisión del Tribunal Constitucional establecía que, si en el plazo de 5 años no se adoptan medidas apropiadas para superar dicho estado de cosas inconstitucional, los seis primeros establecimientos penitenciarios sujetos a hacinamiento que deberían cerrarse son: Chanchamayo, Jaén, Callao, Camaná, Abancay y Miguel Castro Castro. El próximo año se cumple el plazo de cinco años recogido en dicha sentencia, y poco o nada se ha avanzado desde entonces para adecuarse a las recomendaciones brindadas en esa sentencia. ¿Se cerrarán los establecimientos penitenciarios? Claro que no, pues siempre se apelará a limitaciones presupuestales que contrarrestan las respuestas que como Estado deben brindarse. ¿Tuvo algún sentido la sentencia? Por supuesto que sí. Un órgano del propio Estado, como lo es el Tribunal Constitucional, denuncia y evidencia las graves deficiencias que tiene el sistema penitenciario y la ausencia de voluntad política para corregirlas, colocando ante la opinión pública esta inadvertida realidad para que, desde el ejercicio de ciudadanía, se exija al Estado el cambio de rumbo, priorizar en su agenda de atención a nuestras cárceles y atender con eficacia su responsabilidad sobre las personas que “temporalmente” están privadas de su libertad.
El Plan Nacional de Derechos Humanos establece como uno de los grupos de especial protección a las personas privadas de su libertad, identificando en nuestro sistema penitenciario manifiestas deficiencias en la oferta de servicios, como limitaciones de profesionales y técnicos especializados en las áreas de salud, educación y trabajo, que imposibilitan el quehacer de rehabilitación. Destacando, una vez más, “un grave problema de hacinamiento”.
En su momento se declaró en emergencia el sistema penitenciario, se hicieron avances, pero siempre resultaron insuficientes ante la gravedad de sus problemas, sumado a ello la ausencia de voluntad política para disponer mayor presupuesto que apoye la mejoría de su mal mayor: la limitada infraestructura. También es cierto que cunde en la colectividad, y es una presión en las autoridades para decidir, la premisa de que debe invertirse en educación, en salud para la población y menos para los reos condenados, cuando sabemos que, cumplida su penalidad, tendrán que integrarse a la sociedad. A ello, es preciso anotarlo, ahonda la crisis la inestabilidad política, porque no se permite abordar políticas específicas y continuadas. La provisionalidad alterna gravemente la ejecución de los planes y programas, y la propia alternancia reiterada de funcionarios implica una permanente paralización, revisión e implementación de nuevos diseños, que redundan en lo contradictorio y la parálisis de lo avanzado.
Ahora bien, hasta aquí pareciera que el problema es hacinamiento y, por ende, infraestructura, cuando el problema es ese y más. Son múltiples manifestaciones; hay una suerte de libertinaje en los jueces con las prisiones preventivas, a pesar de estar acotadas y la reiterada jurisprudencia del Tribunal Constitucional y la Corte Suprema. Se aferran a su autonomía funcional, sobrecargando nuestros ya abultados penales; la propia norma penal debe revisarse respecto a los ilícitos que demandan carcelería. Hay un limitado número de servidores penitenciarios, y valgan verdades, una insuficiente formación, que debe asumirse como prioridad. De ser el caso, deben evaluarse dos posibilidades complementarias: que el resguardo externo de los establecimientos sea entregado a otras instituciones y no renunciar a que los actores privados puedan asumir la administración de algunos penales.
No justificamos, pero sí comprendemos el reclamo de los servidores penitenciarios, que, a pesar de las limitaciones del sistema, hacen sus mayores esfuerzos para ayudarnos como sociedad a recuperar a sus ciudadanos que se desviaron por caminos turbios. Aunque nuestra lectura debe ser más profunda, se nos pone en alerta sobre una problemática que no está siendo asumida con la responsabilidad que se exige, y estamos ingresando a un escenario en que nuestro sistema penitenciario más parece que no corrige ni mucho menos reeduca, sino que se inclina por ser mero resguardo temporal de vidas aisladas, sin rumbo y sin esperanzas. Hace muchos años, recuerdo que un docente en materia penal mencionaba que cuando alguien quiera viajar a un país desconocido, lo primero que debe hacer es preguntar sobre el estado de sus cárceles, y la respuesta será la realidad en que está sumido ese país. No seamos masoquistas; no respondamos a la pregunta que nos pudieran formular.