POR: EIFFEL RAMÍREZ AVILÉS
Tuve la oportunidad de recorrer Medio Oriente en invierno. Ello significaba, para un sudamericano de la zona tórrida como yo, la irrupción molesta de la tos. Pero no fui el único: varias personas con las que viajé (entre chilenos, argentinos y brasileños) también padecieron lo mismo. La razón era obvia: nosotros conocemos las heladas de los Andes, la frigidez húmida de la costa o la mangada de la selva, pero nunca habíamos sentido un invierno de desierto, y menos el frenético de esta parte de Asia.
Junto con Hippolyte Taine, creo que el medio define al hombre. Por eso, pienso que el clima severo de Oriente Próximo ha curtido excelentemente a los árabes: estos son de talante fuerte, de hablar altisonante y de una parsimonia admirable. Lo comprobamos muy bien con nuestro propio guía, Muhammad, quien, a pesar de los gélidos látigos del viento, nos explicaba con claridad y sosiego los lugares que visitábamos. Cuando recuerdo mis días en Jordania, paseando por el castillo Qusair Amra, los vestigios de Jerash o el maravilloso enclave de Petra, su rostro imponente y sereno, de ancha frente, siempre se me aparece gratamente.
Pero a Muhammad lo dejamos en la frontera jordano-israelí. Teníamos que pasar a Egipto o, mejor dicho, al territorio egipcio en Asia. En este último, nos esperaba el bus que nos llevaría por fin a África, a través del istmo de Suez. El trayecto se presentaba larguísimo. De todos los compañeros de viaje, recuerdo sobre todo a –llamémosle– Augusto, un hombre bastante mayor proveniente de Arica y cuya tos era como la mía, incesante e insoportable. Los dos fuimos los únicos que no bajamos en una parada, donde se tenía planificado visitar el concurrido Monasterio de Santa Catalina. Nos conformamos observando a los típicos camelleros del lugar.
El bus reemprendió pronto su ruta y atravesamos el istmo por la noche. Cuando nos anunciaron que ya estábamos rodando sobre África, surgió la música y varios empezaron a bailar. No se suele descubrir un continente en bus y, además, ya no era tan lejano el sueño de todo viajero: contemplar, sin una pantalla o una figurita de por medio, las archifamosas pirámides.
Pues las vimos, finalmente. Era ya de día. La ciudad de Guiza estaba dominada por un sol fuerte y un cielo límpido. Bajamos del bus, pasamos por el rutinario control de la entrada y, de golpe, estuvo ante nosotros la gigante Keops: bloques de piedras superpuestas hasta alcanzar su cenit agudo. No había prohibición de cruzar, por lo que salté la valla de soga y toqué con la mano aquel monumento. Entonces me acordé de Napoleón y me dije: «Cuarenta siglos me contemplan». Ciertamente, palpar una pirámide puede provocar vanidad. El propio Augusto, cuando se le sugirió que tomara un descanso en el bus debido a su grave tos, contestó, como si fuera un maratonista que estaba a punto de comenzar una carrera, que nunca se había sentido mejor.
Pero al terminar el día varios nos separamos. Yo continué rumbo al Alto Egipto, para navegar por el Nilo en barco. En cambio, Augusto tomó el vuelo para Chile, con escala en Europa. A los pocos días, por compatriotas suyos que se quedaron, supe de su intempestivo fallecimiento en Alemania. Pasada la impresión inicial, asentí. La tos de Augusto no era como la nuestra. Quizá sabía de antemano de su destino y solo resistió para poder estar bajo las pirámides, ya que aquí hasta la muerte misma acompasa su reloj. El guiño final lo quiso dar él; fue su –legítima– vanidad.