POR: EIFFEL RAMÍREZ AVILÉS (MG. EN FILOSOFÍA POR LA UNMSM)
Es difícil señalar cuál es el mejor cuento del mundo, pero a mí no me cabe ninguna duda que el mejor cuento que se ha escrito sobre la Navidad es “Un recuerdo navideño” de Truman Capote. Y esto lo digo porque no se trata de asociar la Navidad con la felicidad (como muchas historias, sobre todo las de ahora, lo hacen), sino de colocarla en los límites de la melancolía, la nostalgia y la soledad. Es decir, Capote le da la vuelta al concepto común que se tiene, pero, con todo, gana en humanidad.
“Un recuerdo navideño” es maravilloso porque nos habla de un niño de siete años —el pequeño Buddy— y de una anciana de sesenta y pico. Ambos son amigos. Ambos conviven. Ambos, cada Navidad, juntan sus pocos ahorros para hacer pasteles de fruta y enviárselos a gente lejana. En suma, ambos, por Navidad, tienen una serie de aventuras que solo pueden rezumar un amor puro. Pero el cuento no es magistral por esto precisamente, sino por lo que viene: y lo que viene es la separación, el adiós, la orfandad. Dos corazones que se desunen por la nefasta ley de la vida, ley que dice (y esa es la mayor dictadura del mundo, de todos los gobiernos y todas las religiones) que el adulto debe dejar de ser niño.
Una inmensa congoja nos embarga esta pieza única. Pero nos muestra la posibilidad de una Navidad muy diferente a la voceada por supermercados, eslóganes gubernamentales y cuadriculadas cabezas de familia. Ciertamente, la Navidad la podemos entender como un espacio de reunión y reencuentro; de árboles bien montados y cenas vafosas; de millares de ventanas rutilantes y juguetes asaz pulidos. Pero eso no basta para comprender la Navidad.
Es que, al aguijón de lo dicho por Capote, podemos desviarnos de la costumbre. Podemos buscar, por ejemplo, a un niño llorando y llorar junto a él. ¿Por qué no, en Navidad, visitar la tumba de tu último perro (el mío está a las orillas de un río) y hablarle como la última vez que fuiste feliz con él? O efectuar lo que hacía el propio Buddy después de separarse de su amiga: escudriñaba el cielo, por si encontraba una cometa perdida igual a la que ella una vez le regaló.
En Navidad, todos deberíamos ir a un parque y tomar asiento, porque esa acción —y he aquí, de paso, la mayor rebeldía frente al mundo moderno, en donde cada cosa cuesta mínimamente un centavo—, porque esa acción, repito, no cuesta nada. Tomar asiento en un parque lleno de árboles es gratis, ¿ya lo habíamos olvidado? ¿Alguien podría, en Nochebuena, acercarse a la calle más solitaria y emprender una conversación con un desconocido?
Una Navidad triste es una Navidad de tontos. Pero lo cierto es que ella pervive más en la memoria. En todo caso, no acuse recibo el que crea que ser infeliz en Nochebuena es una verdadera sandez. Pero que sepa que unas risas de sobremesa o unos cuetecillos coloridos no provocan mucha inspiración.