- Clasificados -

17 de febrero de 1844: los últimos días de Nieto

POR: EDWIN ADRIAZOLA FLORES     

A inicios de 1844 el Gran Mariscal Domingo Nieto encabezaba la resistencia contra el Directorio de Manuel Ignacio de Vivanco. Como presidente de la Junta Provisoria de Gobierno de los departamentos libres del Sur, luego de su destierro fallido hacia Chile, se había empeñado en combatir esta nueva intentona de autoritarismo que tanto daño hizo al Perú a inicios de la vida republicana. Su esfuerzo había sido éxitos pues logró la adhesión de todo el sur peruano: Tacna, Moquegua, Arica, Tarapacá, Puno, Cuzco, Apurímac y Ayacucho lo habían secundado desde el inicio.

Pero este esfuerzo sería a su vez la causante del deterioro de su salud de manera irreversible. Recordemos que, desde joven, Nieto había padecido del hígado y esta situación era conocida por sus compañeros de armas. Agustín Gamarra, le decía en una de sus cartas:  «Cuídese de que se repitan los ataques al hígado, porque es mala enfermedad. Yo lo quiero ver a Usted siempre sano y robusto, y al frente de los valientes Húsares que han llenado de gloria al Perú.»

Lo exigente de las campañas que emprendió desde 1821 cuando ingresó al ejército, un irregular régimen alimenticio y el poco descanso a que estaba sometido contribuyeron a agravar su estado de salud que desde febrero de 1843 se hizo más patente y, pese a las recomendaciones médicas, no le dio la debida importancia pues, como escribió alguna vez, «es preciso ceder a las fatigas y a los males como el hambre y la sed, que si alguna vez se puede remplazar no es posible exasperarlas impunemente».

A inicios de febrero, Nieto se encontraba en Cuzco desde donde debía pasar hacia Apurímac. Sin embargo, su salud le impidió continuar la marcha pues desmejoró rápido, tuvo que guardar cama y ya solo en su habitación de reposo estuvo convencido de que la vida se le iba. Frases como “aguardo tranquilo y sin remordimientos la hora fatal en que, devolviendo mis restos mortales a la materia, vuele mi alma al seno de su Creador…”, “siento aproximarse el instante en que habré de ausentarme para siempre de vosotros…”, “voy a desaparecer de entre vosotros por ser cumplido el plazo que el Eterno fijó a mi existencia…”, “me despido de vosotros camaradas…” o por último “no seré ya de uno de vuestros conductores…” aparecen en sus últimos escritos.

El día 15 tuvo fuerzas para dictar sus famosas proclamas al ejército y a la nación, pero por recomendaciones expresas no se movió de su lecho de descanso. El 17 por la mañana departió con algunos camaradas de armas, pero transcurrido el día su salud se agravó considerablemente por lo que mandó llamar al coronel José Gonzales Mugaburu, a don Pacífico Barrios, a don José Chipoco Rivero, al general Francisco Vidal y al párroco Pedro José Martínez a quienes nombró como testigos de sus últimos minutos, dictándole delante de ellos su testamento al escribano don Pablo del Mar y Tapia. Terminado esto, luego de unos minutos agregó un codicilio final en favor de la Virgen del Rosario y aunque estaba hasta ese momento consciente de sus actos, su pulso ya se mostraba débil por lo que no pudo firmar el documento haciéndolo a su pedido Barrios, Chipoco y Gonzales.

Entrada la noche, Nieto pidió ser confesado acercándose a su lecho el Presbítero Pedro Martínez quien con anterioridad le había aplicado los sacramentos y estuvo con él hasta el último momento. Conversaron un momento y Nieto le solicitó haga llegar sus saludos al Obispo de Arequipa don José Sebastián de Goyeneche. Su confesión fue breve, reconoció a Dios como Padre y a María como Madre Santísima; debió quizá pedir perdón por todo aquello que a su criterio pudo haber hecho mal y finalmente, encomendó su alma a Dios. Luego de esto, expiró. Eran las siete de la noche del 17 de febrero de 1844.

Alguien de los presentes se acercó y le puso un crucifijo en el pecho y cubrió su cuerpo con una sábana dejando al descubierto su rostro.

A las ocho de la noche, el Prefecto de Cuzco Francisco Vidal convocó a don José Gonzales Chipoco Rivero, secretario general de la Secretaría General de la Suprema Junta de Gobierno, a los coroneles José Gonzales Mugaburu y Francisco Forcelledo y otros más a fin de que certificaran la muerte del Gran Mariscal. En silencio ingresaron a la habitación contemplando el cuerpo tendido en la cama en la que reposaba, con la cara descubierta y su cuerpo tapado con una sábana, mostrando un crucifijo en el pecho.

El Escribano Mayor de Gobierno, don Pablo del Mar y Tapia se acercó al lecho y pronunció por tres veces la siguiente fórmula: «Excelentísimo Señor don Domingo Nieto». Luego de un prolongado silencio y al no recibir respuesta alguna, quedaron todos convencidos y certificados de la muerte del Gran Mariscal don Domingo Nieto Márquez, ordenándose luego redactar y firmar el Acta de Fe de su deceso.

Un hecho sublime le dio una connotación especial a estos últimos momentos de Nieto. Pensando en su esposa María Martínez y Pinillos, a la cual ya no vería pues ella estaba siendo deportada hacia Panamá con destino a Europa, solicitó a su amigo el coronel Pacífico Barrios que, una vez muerto, separe su corazón y convenientemente depositado, se lo envíe a su esposa, última y póstuma demostración de amor hacia María.  Este deseo sin embargo no pudo ser cumplido a cabalidad debido a las circunstancias en las que se encontraba María y su familia. El corazón debió esperar hasta 1890 año en que la última hija de Nieto, Fortunata, recibió de manos de Melita, hija del coronel Barrios, el corazón de su padre y procedió a depositarlo al lado de los restos de su madre, uniendo de esta manera a dos seres que el destino y la historia del Perú habían separado tercamente.

Análisis & Opinión

ANÁLISIS Y OPINIÓN