El Premio Nobel de Literatura 1998 José Saramago, escribió “Ensayo sobre la ceguera” (1996), en la contratapa, dice: “Una ceguera blanca se expande de manera fulminante. Internados en cuarentena o perdidos por la ciudad, los ciegos deben enfrentarse a lo más primitivo de la especie humana: la voluntad de sobrevivir a cualquier precio”. Por el aislamiento coronavirus, la he vuelto a leer.
La novela narra: “La ocurrencia había brotado de la cabeza del ministro mismo… mientras no se encontrara para aquel mal tratamiento y cura, y quizá una vacuna que previniera la aparición de casos futuros, todas las personas que se quedaran ciegas, y también quienes con ellas hubieran tenido contacto físico o proximidad directa, serían recogidas y aisladas, para evitar así ulteriores contagios que, de verificarse, se multiplicarían según lo que matemáticamente es costumbre denominar progresión geométrica” (pág. 45). Hubo el siguiente mensaje: “El Gobierno lamenta haberse visto obligado a ejercer enérgicamente lo que considera que es su deber y su derecho, proteger a la población por todos los medios de que dispone en esta crisis por la que estamos pasando, cuando parece comprobarse algo semejante a un brote epidémico de ceguera, provisionalmente llamado mal blanco, y desearía contar con el civismo y la colaboración de todos los ciudadanos para limitar la propagación del contagio” (50).
La situación se va complicando: “A un médico no le bastan las manos, un médico cura con medicinas, fármacos, compuestos químicos, drogas y combinaciones de esto y aquello, y aquí no hay rastro de nada de eso ni esperanza de conseguirlo” (76); nuestros hospitales públicos, a donde va el pueblo, están peor de lo que imaginamos. Alguien grita: “Si no somos capaces de vivir enteramente como personas, hagamos lo posible para no vivir enteramente como animales”, quedó como “máxima”, “sentencia”, “doctrina”, “regla de vida” (123). Sobrevino una aparente calma: “había cierta disminución en el número de casos, se pasó de los centenares a las decenas, y eso llevó al Gobierno a anunciar que, de acuerdo con las perspectivas razonables, la situación pronto estaría bajo control” (127).
Ante las propuestas y su “inutilidad de los debates…, llevaron a los periódicos, la radio y la televisión a dejar de ocuparse casi por completo de tales iniciativas, exceptuando el discreto y a todas luces loable comportamiento de ciertos medios de comunicación social que, viviendo a costa de sensacionalismos de todo tipo, de las gracias y desgracias ajenas, no estaban dispuestos a perder ninguna ocasión que se presentara de relatar en directo, con el dramatismo que la situación justificaba, la ceguera súbita, por ejemplo, de un catedrático de oftalmología” (129). “Luego, el crecimiento inexorable de los casos de ceguera llevó a algunos miembros influyentes del Gobierno, temerosos de que la iniciativa oficial no cubriera las necesidades, de lo que se derivarían graves costes políticos, a defender la idea de que debería ser cosa de las familias el guardar a sus ciegos en casa, sin dejarlos ir a la calle” (129). “Así es el mundo, tiene la verdad muchas veces que disfrazarse de mentira para alcanzar sus fines” (131). “Algunos de estos ciegos no lo son sólo de los ojos, también lo son del entendimiento” (223).
Cuando la gente se resignó a coexistir con el mal, la protagonista, dijo: “Ha llegado el momento en que tenemos que decidir lo que vamos a hacer, estoy convencida de que todo el mundo está ciego, al menos se comportan como tales las personas que he visto hasta ahora, no hay agua, no hay electricidad, no hay abastecimientos de ningún tipo, estamos en el caos,… Habrá un Gobierno, dijo el primer ciego, No lo creo, pero, en caso de que lo haya, será un gobierno de ciegos gobernando a ciegos” (257 – 258), añadió “lo malo es que no estemos organizados, debería haber una organización en cada casa, en cada calle, en cada barrio, un gobierno” (297), surge la pregunta: “Y cómo podría organizarse una sociedad de ciegos para que viva, organizándose, organizarse ya es, en cierto modo tener ojos” (298). Requerimos estar organizados.
La gente recuperó la vista: “Por qué nos hemos quedado ciegos, no lo sé, quizá un día lleguemos a saber la razón, Quieres que te diga lo que estoy pensando, Dime, Creo que no nos quedamos ciegos, creo que estamos ciegos, Ciegos que ven, Ciegos que, viendo, no ven (329). Así termina Saramago su novela.
Saludo la valentía cívica de los médicos Ernesto Bustamante y Ciro Maguiña (no están ciegos); al advertir que las pruebas rápidas pueden crear una falsa seguridad, y exigieron al Gobierno, sincere las cifras de infectados y fallecidos.