lunes, 27 de octubre de 2025
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¿Un gobierno parlamentarista?

El Parlamento pudo hacerlo cuando acudió a las reformas constitucionales para restituir el Senado, pero optó por fortalecer sus propias funciones y competencias, sin preocuparse por una reforzada institucionalidad democrática.

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POR: VICENTE ANTONIO ZEBALLOS SALINAS

Dentro de la vorágine de la inseguridad, la violencia, el crimen organizado, la decadente institucionalidad, las movilizaciones sociales y la transitoriedad política, surge una temática nueva —podría decirse hasta distractora— colocada por el propio presidente del Consejo de Ministros, Ernesto Álvarez: “Ya hemos visto en la práctica que funcionamos mejor con el parlamentarismo, con el poder directamente a cargo del Congreso, elegido con los mejores líderes políticos que vayan al Congreso, hacerse los entendimientos y que de ahí emane el poder”. Esto viene a constituirse en un claro reconocimiento del empoderamiento de facto del Congreso y un sometimiento manifiesto del Poder Ejecutivo. Claro que está impregnado de realismo, pero también de un grave deterioro del principio de la separación de poderes, al que gradualmente se ha venido renunciando.

Hace algunos años, el entonces presidente de la Comisión Permanente, Pedro Olaechea, colocó en la agenda un parecer similar: “A lo mejor deberíamos pensar en cambiar nuestro sistema presidencialista por uno parlamentarista… así nos evitamos los problemas (porque) siempre va a haber una mayoría detrás del presidente; se rompe la mayoría parlamentaria y el presidente cae, se acabó”. Más que una percepción del momento político —acababa de disolverse el Congreso—, nos permitía ingresar a revisar las relaciones entre los poderes Legislativo y Ejecutivo, el diseño constitucional y sus pesos y contrapesos.

Nuestro Tribunal Constitucional, de manera reiterada, acudió a definir nuestra forma de gobierno como “un modelo de base presidencial”, pues el presidente de la República tiene una doble responsabilidad: es jefe de Gobierno y jefe de Estado, elegido por voto popular. En nuestra evolución constitucional se han ido incorporando instituciones singulares del parlamentarismo, las cuales “desdibujan la división de poderes” que distingue al sistema presidencial. Allí están la Presidencia del Consejo de Ministros, la interpelación, la cuestión de confianza y la censura. Desde la academia se prefiere denominarlo como un presidencialismo atenuado, acotado o frenado, distanciándose del clásico presidencialismo sin alcanzar al parlamentarismo, que es el único que tiene origen popular.

Precisando, en nuestro formato político el presidente es elegido por sufragio directo, la formación y ejercicio de gobierno es su prerrogativa —nombra al presidente del Consejo de Ministros—, puede disolver el Congreso; el Congreso, a su vez, ejerce control político y fiscalización sobre el Ejecutivo. Los congresistas pueden ser ministros, y el Ejecutivo también tiene facultades legislativas.

En los regímenes parlamentarios, los electores votan por partidos y, en consecuencia, conforman ese Parlamento. Es así que quienes logran la mayoría absoluta o hacen alianzas políticas para conseguirla, finalmente forman gobierno. Es el caso reciente de España: el Partido Popular logró la mayoría, pero no absoluta, lo que permitió que el PSOE, haciendo acuerdos políticos, alcanzara la mayoría absoluta. Así, Pedro Sánchez se mantiene como jefe de Gobierno, líder de esa mayoría.

Este híbrido nuestro se ha puesto al límite con la instrumentalización de la vacancia presidencial desde el Congreso y, de contraparte, la figura de la disolución parlamentaria. Esto nos ha colocado en una verdadera colisión de poderes, destituyéndose presidentes y disolviéndose el Congreso, saliendo regocijado en estos últimos tiempos el Parlamento. Pese a ello, como señalara Enrique Bernales, se ha roto el equilibrio de poderes —tenemos un presidencialismo reforzado—, por cuanto el Parlamento pierde atribuciones legislativas y de control, en tanto que numerosas decisiones presidenciales son ejercidas autónoma y discrecionalmente por el presidente.

Ernesto Álvarez nos decía que con el parlamentarismo funcionamos mejor y Olaechea que un presidente sin mayoría cae con facilidad. Posiciones superfluas, porque se miran sin recato modelos históricos acentuados con su propia dinámica evolutiva, apegados a los usos y costumbres de esas comunidades, y por supuesto, extraños a nuestra propia cultura política. Desde nuestros momentos fundacionales, nuestra institucionalidad constitucional se inclinó por el presidencialismo, y esas taras de desconfianza fueron incorporando, de manera desordenada y no sistematizada, institutos parlamentarios para limitar el exceso del poder presidencial. Hoy asumimos esos desajustes históricos, que vienen golpeando nuestra gobernabilidad, con un claro aprovechamiento y abuso parlamentario.

Bajo un mínimo de ponderación, y ante los evidentes excesos y arbitrariedades en los que incurre con regularidad el Parlamento, resulta hasta provocador acudir a legitimarlo porque, supuestamente, “son los que deciden”. Y si bien, de acuerdo con nuestra experiencia electoral —e incluso es posible, y damos por descontado que así será—, el próximo Parlamento tendrá una mayoría ajena al inquilino de la Casa de Pizarro, ¿debería motivarnos a no elegir al presidente por voto popular, sino permitir que el Parlamento sea quien lo determine? Eso sería entregarnos, como sociedad organizada, a la ingobernabilidad y al descaro político, a sabiendas de lo que ha significado para nuestra gobernabilidad, donde han primado los intereses y las prioridades subalternas, relegando las expectativas ciudadanas.

Sin embargo, de toda lección se extrae algo positivo. Es fundamental discutir nuestro modelo presidencialista. Es urgente acudir a modificaciones, correcciones y precisiones que fortalezcan a nuestros órganos constitucionales desde la perspectiva del ineludible principio de separación de poderes. El Parlamento pudo hacerlo cuando acudió a las reformas constitucionales para restituir el Senado, pero optó por fortalecer sus propias funciones y competencias, sin preocuparse por una reforzada institucionalidad democrática. Es nuestro deber asumir los correctivos necesarios; de lo contrario, seguiremos atrapados en las crónicas crisis políticas e inestabilidad que estos últimos años nos han deparado.

Esto implica acudir al compromiso de una revisión de nuestra estructura orgánica constitucional. Ya estando en el carril electoral, es la oportunidad de exigir a nuestra clase política que dé mayor solvencia a nuestra gobernabilidad, sostenida en una articulada, razonada y eficiente relación de poderes.

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