EIFFEL RAMÍREZ AVILÉS
MG. EN FILOSOFÍA POR LA UNMSM Y MG. EN LITERATURA POR LA UNIVERSIDAD DE BARCELONA
Hace tiempo quería hablar sobre Gustave Flaubert y ahora voy a hacerlo. Y voy a hacerlo conforme a una frase tan suya: «L’homme c’est rien, l’ouvre c’est tout». Es decir, el hombre, como individuo, no es nada; lo que importa es su obra, el arte que consigue. Y por eso vamos a hablar de la obra de Flaubert.
Pero tratar la totalidad de esa obra en pocas líneas es como intentar abarcar el mar de un solo vistazo. A veces, por querer observar todo un paisaje, acudiendo a un altozano, perdemos la vista de la intensidad y la particularidad de una sola rosa. En ese sentido, pues, quiero acercarme solo a “Un coeur simple” (Un corazón sencillo), la historia más emblemática y discutida de Flaubert.
Es que “Un coeur simple” sigue siendo un enigma para los lectores y hasta para los mismos críticos del francés. Desde el colegio, nos han enseñado a venerar la novela Madame Bovary, pero cuando alguien por ahí dijo que “Un coeur simple” era mejor que esta última, todo el mundo se sintió escandalizado. ¿Cómo un modesto cuento del casi senil Flaubert podía superar la catedral del realismo que era Madame Bovary, la misma que fuera escrita en el cenit de las facultades de Gustave? Pero es que yo también apoyo a ese “alguien”.
Y lo apoyo porque a mi mente vuelve una y otra vez la figura de Félicité y no la de madame. En “Un coeur simple”, Félicité es nuestra protagonista que tiene una historia normal, sencilla, sin ambiciones. Félicité es una mujer que no aspira más que a brindar afección a quien trata con ella, aunque durante su vida no recibe más que traiciones y decepciones. Pero, a pesar de estos martillazos, el corazón de Félicité es como una esponja que no deja de recomponerse. El último golpe que recibe es la muerte de su entrañable loro, más incluso esto termina siendo la oportunidad para que Félicité acceda a la trascendencia. Y aquí no se deben equivocar los críticos: en las líneas finales de “Un coeur simple”, no es Félicité quien se rinde ante Dios, sino al revés.
Madame Bovary o, incluso Anna Karenina, son mujeres que podemos sondear, pues forman parte de dramas y amoríos previsibles, pero a Félicité no. Hay un lado inexpugnable en esta que no podemos abordar. A los hombres, Félicité les causa risa; a los franceses (por su laicidad), extrañeza; a las feministas, desprecio; a los religiosos, compasión; no obstante, ella los supera, los deja atrás, confundidos en sus cavilaciones.
Hacia 1876, Flaubert escribió en su correspondencia que, con su relato, quería hacer llorar a toda alma sensible. Quizá los que mejor puedan captar la esencia de Félicité sean los huérfanos del mundo, los abandonados, los sometidos, los humildes. Ninguna lágrima de estos es un desperdicio, sino una cuota de fe. Félicité no es heroína de ningún partido, sino de la humanidad.