POR: CÉSAR CARO JIMÉNEZ
En el panorama actual de la política estadounidense, resulta relevante analizar las intenciones de Donald Trump en su búsqueda por restaurar lo que él denomina el “imperio norteamericano”. Esta aspiración se inscribe en una narrativa histórica que se remonta a hitos significativos, como las dos guerras mundiales, que, aunque causaron estragos en gran parte del mundo, también fortalecieron la economía de Estados Unidos, consolidándolo como una potencia global.
La Primera y Segunda Guerra Mundial no solo impulsaron la movilización de recursos y mano de obra, sino que también propiciaron un auge sin precedentes en la industria estadounidense. Las arcas del país se beneficiaron de la demanda masiva de armamento y suministros, permitiendo a Estados Unidos emerger como una de las principales economías del mundo. Sin embargo, este crecimiento estuvo acompañado por la caída del patrón oro, un evento que transformó el sistema monetario global y permitió a EE. UU. ejercer un control sin precedentes sobre la economía internacional. Esto se debió, en gran parte, a que el país poseía las mayores reservas de oro, alcanzadas al exigir que el pago de las armas y la logística se realizara en este metal. (Hasta antes de la Segunda Guerra Mundial, la divisa predominante era la libra esterlina).
La economía de guerra y el complejo industrial-militar se consolidaron durante este período, pese a que figuras como el presidente Dwight D. Eisenhower advirtieron sobre los peligros que esta alianza podría acarrear. La interconexión entre la política, la industria y el ámbito militar ha sido una constante en la historia de EE. UU., y la administración Trump parece haber tomado nota de esta dinámica, buscando reactivar un fervor nacionalista que apela a la grandeza pasada del país. Por ello, recurre a bravatas como comprar Groenlandia, recuperar el Canal de Panamá o lograr que Canadá acepte ser el estado 51 de los EE. UU.
En este contexto, el conflicto entre Ucrania y Rusia representa una oportunidad para Trump y su equipo. La necesidad de reemplazar las armas utilizadas en este conflicto podría traducirse en beneficios económicos significativos para la industria armamentista estadounidense, generando empleo y reactivando sectores económicos en declive. Este enfoque, sin embargo, tiene implicaciones globales, especialmente en relación con el papel de China en el escenario mundial. (Cabe preguntarse si el cobre y otras materias primas también tendrán aún mayor demanda. Es probable que sí, lo que significaría bonanza durante un eventual gobierno de Trump, al punto de que no sería extraño que maniobre para intentar gobernar por tercera vez).
Es de esperar que, a medida que aumenten las tensiones geopolíticas, el papel de China se torne cada vez más crucial. Las empresas norteamericanas que han establecido operaciones en China enfrentan un dilema: regresar a EE. UU. o permanecer en un mercado que, a pesar de sus riesgos, ofrece oportunidades significativas. Las escasas posibilidades de que estas empresas retornen a suelo estadounidense reflejan una realidad compleja. En esta, el deseo de recuperar el «imperio» se enfrenta a las dinámicas económicas globales y a la interdependencia característica de las economías modernas, guiadas, en gran parte, por el Partido Comunista Chino. Este partido sigue el axioma marxista de desarrollar al máximo el capitalismo antes de avanzar a una “etapa superior”.
En conclusión, las intenciones políticas de Trump para rescatar el imperio norteamericano reflejan una historia rica en logros y desafíos. Mientras busca revitalizar la economía estadounidense a través de la industria militar y capitalizar conflictos internacionales, el camino hacia ese objetivo se complica por la realidad de un mundo interconectado, donde actores como China no pueden ser ignorados. La lucha por la grandeza estadounidense seguirá moldeando el futuro político y económico de dicho país, que, además, deberá lidiar con la disciplina, los recursos, los planes quinquenales y el mando único de la economía china. Esto contrasta con los múltiples intereses conflictivos y competitivos en EE. UU., que impiden, pese a ruegos y amenazas presidenciales, una aceptación uniforme de las políticas. A ello se suma la incertidumbre que generan la inteligencia artificial y otros avances tecnológicos, en un marco de constante amenaza nuclear.