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9 abril, 2025 9:09 pm

Te quiero, mamá

Una madrugada el muchacho, con ayuda de la hija, entró a la casa. Se dirigieron a la cocina y luego sigilosamente se introdujeron a la habitación de la madre donde él, observado por ella, levantó el cuchillo que se incrustaría en el vientre de la madre. El fuego nunca se había ido.

POR: GUSTAVO PINO   

Una mujer, luego de varios años de intentos fallidos por quedar embarazada, decidió adoptar a una niña. Habló con su esposo y estuvieron de acuerdo. El día pactado se dirigieron a la casa donde algunos niños correteaban y otros se dedicaban a los quehaceres diarios. Unas mujeres y un hombre de sotana negra los recibieron con una risa extremadamente dilatada, caminaron por los pasillos hasta llegar a una especie de sala de visitas donde esperaron a que los niños y niñas salieran con las caras risueñas y ropas mugrientas. Esto sonará a mentira o poco creíble, pero la mujer al ver a la niña supo que ella sería su hija.

Horas después le comentaría a su esposo que había sentido en el estómago una especie de puñal de fuego, atravesándola de por vida. Tal vez sea el amor de madre, finalizó. Los papeles empezaron a tomar su curso y la burocracia extendió el tiempo para que la niña tuviera un hogar. Nunca había conocido uno más allá del orfanato donde fue a parar luego de ser encontrada en una caja de cartón en la esquina del parque cerca al terminal de la ciudad. Las mujeres que la cuidaron en sus primeros años le advirtieron a la madre que era una niña especial y de un carácter impulsivo. La futura madre les respondió, al borde del delirio por la felicidad, que había sacado su carácter, que no se preocuparan más porque serían tal para cual.

Los primeros años vivieron en un cuartito dividido por una pared de triplay. Sin embargo, debido a las oportunidades presentadas, pensaron en la desgastada frase de que «un hijo siempre llega con un pan bajo el brazo». Lograron comprarse un terreno en un pueblo joven donde construyeron una casa de dos pisos y un patio en el que la madre pasaba gran parte de la tarde. La niña había aprendido a dibujar y se sentaba al lado de ella para retratar a su madre. No obstante, el tiempo nos va moldeando a su antojo.

La niña después de su quinceañero en el auditorio de uno de los hoteles más grandes de la ciudad, les dijo a sus padres sin detenerse en explicaciones que ya no quería vivir más con ellos, que se iría con su enamorado y no había medida que la hiciera cambiar de opinión. Ella siempre supo que no eran sus padres biológicos. Pero ellos la quisieron como si su sangre estuviera en cada célula de su cuerpo.

A los pocos meses el padre enfermó y la hija desistió en su intento de independencia prematura. Las camas UCI escaseaban y el padre falleció en el patio del hospital producto de una pandemia en el clímax de su historia. Su esposa no pudo verlo ni nadie de su familia lo haría. En la casa los murmullos y planes de huida se hicieron presentes, pero la madre andaba en una nebulosa de recuerdos que la alejaba de la realidad.

Una madrugada el muchacho, con ayuda de la hija, entró a la casa. Se dirigieron a la cocina y luego sigilosamente se introdujeron a la habitación de la madre donde él, observado por ella, levantó el cuchillo que se incrustaría en el vientre de la madre. El fuego nunca se había ido. Gritó tratando de escapar de su casa, de su hija; pero el tipo arremetió nuevamente hasta dejarla sin fuerzas con la sangre salpicada en los muros. La hija al ver lo que había hecho, no hizo nada más que llorar. Él la incitaba para que se moviera; lograron salir de la casa, pero se quedó en medio de la gente que empezó a amontonarse, a golpearla para que confesara junto al asesino de su madre.

Análisis & Opinión