POR: RICHARD GALLANGO
Aquella polvorienta mañana del 25 de diciembre de 1977 fue la primera vez que vi a mamá inquieta por una pregunta que yo guardaba desde la noche anterior. Me había despertado el delicioso aroma del chocolate preparado por la abuelita Isabel, el olor acariciaba mi olfato provocándome el deseo de correr a sentarme a la larga mesa beige que ocupaba la mitad de la sala.
Dos horas antes de noche buena, todos los chiquillos del barrio -mis amigos del Block 60 de la Unidad Vecinal del Rímac y de los chalets de alrededor- nos encontramos en el espacio rectangular que fungía de patio de juegos. Todos teníamos los pasadores de las zapatillas con la punta prendida que servía de “encendedor” para nuestros cuetecillos.
Ahí estaban mis primos Koki ‘Balín’ y el flaco Kike, Betito Tapia y Julito Palacios, todos luciendo ropa nueva, zapatillas, zapatos, pantalones y polos, cada uno más bonito que el otro. Vimos asomarse a lo lejos a los hermanos Naupan, Juan, a quien le decían ‘Pepino’ por la forma ovalada y alargada de su rostro, y José, quien tenía el apelativo de ‘Ñato’ por su parecido innegable con los perros buldog. Vivían en un departamento en el primer piso del edificio donde crecí. Eran una familia numerosa y pobre. Vivían con otros hermanos y un par de primos de quienes no recuerdo los nombres, pero si el temor que infundían sus apelativos ‘Calavera’ y ‘Chico’.
Ñato y Pepino venían hacia nosotros lentamente, a lo lejos los reconocí por su andar, por las formas de sus cuerpos, por sus gestos y sus vestimentas. Traían la misma ropa, impecable, claro, pero era la misma de siempre, recordaba la ropa de mis amigos de memoria por la convivencia diaria. Cuando nos dimos la mano y los miré, tenían algo diferente de los demás días, aquella noche estaban colegialmente peinados y muy pulcros.
Jamás imaginé que ese detalle despertaría una nueva manera de pensar en mí y me acompañaría por muchos años. Aquel 24 de diciembre sentí por primera vez algo extraño, sentí vergüenza, vergüenza de mí mismo por estar vestido con ropa nueva y mis amigos, los hermanos Naupan no tenían ni un pañuelo nuevo. En ese momento tuve ganas de quitarme todo lo que llevaba puesto y compartirlo con ellos, para que no se sintieran mal, para que estuviéramos completos en la misma ilusión, pero era imposible, no tuve el valor.
Recuerdo haber regresado a casa con el intento de hacerlo y mi madre me lo impidió. Pero, aquel día les obsequié muchos cuetecillos y juntos disfrutamos de todo lo que teníamos.
Regresamos a nuestras casas antes de las once de la noche para la cena navideña. Después de las doce nos encontramos nuevamente y jugamos con la pelota de Sporting Cristal marca Viniball que mi tía Katty me había regalado, la dichosa pelota tuvo una corta vida en nuestras manos. Terminó incrustada en una púa de la cerca de la casa de una malgeniada mujer que gustaba de hacer huecos a las infortunadas pelotas que caían en su territorio.
Por la mañana del 25 de diciembre, cuando me levanté gracias al rico chocolate de la abuela, vi a mi mamá y le hice una pregunta:
– ¿Mamá, por qué hay que usar ropa nueva en navidad?
– Bueno, porque cuando el niño Jesús nació, todos le llevaron regalos y…
– ¿Y por eso me compras ropa nueva?
– Bueno… hijito te regalamos ropa porque la navidad es para los niños y tú eres como el niño Jesús.
– ¿Y por qué a mis amigos Ñato y Pepino no les regalan ropa nueva?
– Es que hay algunas familias que tienen poco dinero.
– Ya… Y eso, ¿qué tiene que ver?
– Es que para comprar cosas hay que tener dinero.
– Ya… Yyyy?
– Cuando no hay dinero no pueden comprar ropa y eso pasa con esa familia.
– ¿Y le podemos regalar mi ropa?
– Este… no hijo, esa es tu ropa.
– Pero yo quiero compartir con ellos.
– Es que no creo que esté bien. Nosotros te lo compramos con mucho cariño y además tú te vas a quedar sin tu ropa. Esos niños deben de recibir de su propia familia.
– Pero, yo quiero compartir mi ropa con ellos, me da pena que no tengan ropa nueva, no me gusta verlos con lo mismo. Todos tenemos cosas nuevas, juguetes nuevos, ropa nueva y ellos no.
– Es que esto que te hemos comprado es tuyo, es para ti. ¡Entiéndelo!!
– Ya, está bien.
La navidad del año siguiente intenté no ponerme la ropa nueva que mi mamá me compró, pero mi plan se desbarató cuando vi su rostro de desagrado como respuesta a mi atrevido pedido. Mis intentos en los próximos 5 años fueron en vano, el rostro de mi mamá era el mismo y se ponía peor año tras año.
A los doce años, ya con un carácter rebelde y firmeza de acero, nuevamente tomé la decisión de comunicarle a mi mamá mis antiguos deseos de no ponerme la ropa nueva que me comprarían. Mi decisión esta vez fue innegociable:
– Mamá, este año no quiero ponerme la ropa que me vas a comprar.
– ¿Y por qué?
– Porque no quiero ponerme ropa nueva.
– ¿Y por qué?
– Porque siento vergüenza. No me gusta estar con ropa nueva cuando hay amigos que no tienen que ponerse.
– Entonces…
– No me voy a poner lo que me regales, esa es mi decisión.
– Está bien. Entonces, como no quiero estar atareada con las compras, ya no te compraré nada.
– Este, pero… ¿Me vas a comprar no?
– Sí, pero después de la navidad.
– Ya, está bien mamá.
Han pasado muchos años y hasta la fecha sigo firme en mi decisión. Me gané en el camino riñas y desacuerdos con mi madre, incluso con alguna fugaz enamorada. En estos días pensaba en ello, si seguir con mi idea o cambiar de actitud. Finalmente, seguir firme en mi posición no ha logrado cambiar a nadie, ni nada. Debo confesar que la flojera ha sido mi excusa en los últimos años para no ir de compras y es que detesto los centros comerciales cuando están repletos de gente y no me llena de ilusión arreglar el departamento.
Considero que todos tenemos la libertad de ponernos la prenda que queramos por el motivo que uno crea o sienta. Finalmente, la navidad es dar a los demás, no lo que nos sobra, sino lo que mejor tengamos.
¡Porque si es verdad, cada quien se pone lo que tiene y quiere, pero más valiente y más mérito tiene entregar lo que nos gusta, entregar lo mejor de nosotros… o compartir!