POR: VICENTE ANTONIO ZEBALLOS SALINAS
Las democracias ya no mueren por el nazismo, ya no mueren por el fascismo, ya no mueren por golpes de Estado; las democracias están siendo asesinadas con sus propias instituciones, anota Steven Levitsky.
Es decir, ¿de qué nos vale la Constitución si esa sana percepción que tenemos de sus instituciones está venida a menos? Cuando decidió el Poder Constituyente que quienes han de elegir a los magistrados constitucionales tiene que ser el Congreso, que el Defensor del Pueblo debe ser elegido por el Congreso, como efectivamente ocurre, lo que no se advirtió es que esta elección iba a ser solo consecuencia de un acuerdo o consenso político, sino de subrepticias concesiones, que evidencian que nuestras capacidades democráticas e institucionales han quedado sobrepasadas, debilitando nuestra sobrevivencia como sociedad organizada.
Mucho de esto responde al propio molde constitucional. Como bien lo desarrolló Roberto Gargarella, el constitucionalismo latinoamericano ha quedado vetusto: si bien hay nuevas constituciones, se mantienen las mismas estructuras. Así, su parte orgánica, la que debería permitir el ejercicio y vinculatoriedad de los derechos constitucionales, se mantiene cuasi inalterable desde el constitucionalismo fundacional de nuestras repúblicas, lo que responde a un inmovilismo de ciertos grupos de poder económico y político.
La democracia ya no como concepto, sino como estructura política asentada en nosotros, tenemos que mejorarla, tenemos que reinventarla a nuestras propias exigencias y realidad, dotarla de vitalidad, liberarla de sus distorsiones y carencias, con ese valor intrínseco de mirar, oler, sentir a pueblo.
Vayamos por un tema crítico, manifestación de nuestra singular democracia: la crisis de los partidos políticos, en la que debiera sustentarse. De ello son conscientes la propia clase política, que ni por asomo está dispuesta a rectificar el espacio en el que se desenvuelve con libertad y prepotencia. Y si alguna vez admitieron correcciones, fueron por excepcionales circunstancias que los colocaron ante la disyuntiva de perderlo todo. Allí está el referéndum del 2018 o la reforma política del 2019 —ya nuevamente corregidas—.
Su particularidad es el caciquismo partidario, por no decir empresas privadas con dueño, o las agrupaciones llamadas “vientres de alquiler”, y también la súbita aparición de liderazgos independientes, carentes de estructura partidaria e ideario, pero acompañados con exceso del atributo de “salvadores”. Como aparecen fugazmente, desaparecen. Esto genera un sistema de partidos débil, atomizado, coyuntural, sin permitirle un grado mayor de estabilidad y perdurabilidad.
Desde esa perspectiva, la escena político-partidaria se ha mercantilizado. Buen tiempo atrás el marketing político ganó a las ideas políticas, y hoy nuestros candidatos, cual sea el cargo al que aspiran, se han convertido en insumos de consumo publicitario. Esto distorsiona gravemente la decisión del elector, pues quien mejor se promociona mejores posibilidades tiene.
Esto tiene un costo económico importante, no al alcance de todos y, como efecto, elegimos a los de siempre. Se trató de corregir esta falencia homogenizando publicidad y transparentando aportes bajo un criterio de igualdad, lo que prontamente fue enmendado. Y ya puestos en el partidor para las elecciones del 2026, no es ninguna sorpresa: aparecen los de siempre con mayores preferencias, y son los mismos que ya figuraban en ese expectante lugar en el 2021; salvo los outsider, tan propios de nuestros lares.
Es necesario, y compartiendo nuestras crispadas elecciones pasadas, asumir una precisión que ya dejó de ser particularidad nuestra: las elecciones implican el reto y la responsabilidad de ganar o perder.
Un daño inconmensurable a nuestra democracia ha sido la sistemática actitud asumida por parte de un sector político conservador de desconocer e impugnar resultados electorales, no solo avalados por nuestro sistema electoral sino también por las veedurías internacionales. Esto es una clara evidencia de que no acabamos de asumir a la democracia como un valor, colocando no solo al sistema electoral en entredicho, sino forzando zozobra sobre nuestra ya alicaída democracia.
En esa misma perspectiva, no es reflejo de una buena democracia la atomización partidaria. Más bien se propone como radiografía de su estado de salud, libertinaje e irresponsabilidad: 43 agrupaciones políticas habilitadas, concretadas en 36 y 3 alianzas electorales. Muchos de ellos saben perfectamente que no tienen oportunidad de ganar, pero allí está la oportunidad de los “vientres de alquiler”.
Nuestra democracia se quedó en el formato legal y su eficacia en el tintero. La asignatura pendiente es recuperarla, y recuperar la democracia es poner como protagonista a los ciudadanos.
Bajo esa premisa no podemos hablar de democracia cuando estos se autoexcluyen, cuando no nos autoconvocamos a la fiesta democrática, cuando nos colocamos en la posición de reclamar, mas no de asumir responsabilidades, cuando caemos en el facilismo de la actitud complaciente y silenciosa. Los tiempos nuevos exigen un cambio de actitud, individual y colectiva, un rol mucho más dinámico, activo.
Los medios de comunicación tienen un rol más que importante. La agresividad de las redes sociales los hace aparecer como relegados, pero nunca perdieron su protagonismo, y con mayor razón cuando se trata de reforzamiento democrático. Generan corrientes de opinión, orientan a los ciudadanos, transparentan la cosa pública, y en esa función también muestran sus riesgos.
El pasado tiene suficientes elementos de cargo: muchos de estos medios son propiedad de grupos económicos y, obviamente, defienden intereses. Por otro lado, la publicidad electoral está sujeta a costos, lo que no la hace democrática, pese a los espacios comprados por el Estado.
Cuando hablamos de Estado no podemos dejar de lado a la sociedad, que es su sustento. Y aquí se debe enfatizar la necesidad de revitalizar las estructuras sociales, en la prudencia de las responsabilidades que exige liderazgo y orden.
Precisamente, la ausencia de las organizaciones sociales tiene como consecuencia esta deriva autoritaria, que sobrepone sus designios a los valores y principios democráticos. He allí las voces aisladas, sin convocatoria y con una pasmosa pasividad colectiva.
Tienen que sumarse a esta arremetida antidemocrática los colegios profesionales, como cuerpo técnico y especializado; los sindicatos, como propuesta social reivindicativa y contestataria; y los frentes de defensa, recuperando su protagonismo y ascendencia.
La democracia se construyó con esfuerzo y sacrificio, atendiendo el clamor y las demandas ciudadanas de justicia e igualdad. No fue una concesión o acto de liberalidad del poder político. Y es en estas horas complejas e imprevisibles que la comunidad requiere de una conducción con entereza, temperamento y legitimidad.
La democracia llama. La democracia.