POR: JORGE KUON CABELLO
Después de haber andado más de treinta años por los caminos de la vida, he detenido mis pasos, como suelo hacerlo siempre, para evocar, aunque por breves instantes, las cosas gratas de mi pasado.
Y entre todos los recuerdos que presurosos vienen a mi mente, ninguno más placentero y más puro que la evocación de los cinco años de estudio pasados en las aulas del Colegio Nacional de La Libertad de Moquegua.
Frescos y brillantes, perfectamente guardados en un amable rincón de mi memoria, los mil y un incidentes de mi corta vida de colegial perduran sin desvanecerse con la nostálgica fragancia de los finos perfumes de antaño.
Quizás si en el fondo de mi espíritu alienta algo más que el simple deseo de decir que todo tiempo pasado fue mejor. La verdad es que un colegio en que nos educamos sucesiva e íntegramente ocho hermanos deja de ser ya la simple prolongación del hogar, sino que se transforma y adquiere las dimensiones de un verdadero hogar. Por eso, el Colegio Nacional de La Libertad de Moquegua, para mí queda identificado con los más hondos quereres del hombre: la vieja casa de nuestros mayores en donde una madre cariñosa constantemente reza por nosotros, alentando nuestras ilusiones y nuestras esperanzas, y el terruño mismo, que amoroso contempló nuestros juegos de niño y en uno de cuyos soledosos rincones descansan en paz las cenizas de nuestros muertos.
Pero, aparte de esos motivos sentimentales, una emocionada gratitud liga permanentemente mi recuerdo a la querida casa de estudios que nos enseñó a caminar y enrumbó nuestros primeros tambaleantes pasos por la vida.
El Colegio de La Libertad, que fundó el gran Simón Bolívar el mismo año que el Colegio Nacional de Ciencias del Cusco y el Colegio Nacional de La Independencia Americana de Arequipa, fue siempre escuela de civismo, de saber, de constante superación, de buenas costumbres y maneras —no exentas de la alegre palomillada, como en la Juvenilia de Cané—, de exactitud y método, de decencia y corrección, dentro de una atmósfera de disciplina y responsabilidad conscientes, nacidas sin esfuerzos ni tiranías, casi autodidactamente, que permitían un desarrollo normal de las actividades docentes y estudiantiles y propiciaban la formación de caracteres liberales e independientes.
El forjador de ese clima de comprensión y libertad que rindió excelentes resultados, continuando la noble actuación que otrora le tocara desempeñar desde la Dirección al ilustre cusqueño Francisco Sivirichi, fue nuestro querido director Attilio R. Minuto, moqueguano de clara inteligencia, escritor notable, educador de gran carácter, fina sensibilidad, vasta cultura, señoriales maneras, de encendido verbo y vibrante oratoria; nervioso, dinámico y multiforme. A él se debió un remozamiento material y espiritual del colegio cuyos beneficios recogimos numerosas promociones. Sus clases de Historia del Perú y de América eran verdaderas piezas oratorias y críticas; sus conferencias, verdadero goce y recreo para el espíritu.
Un recuerdo especial, cariñoso y amable, merece la memoria del venerado maestro y patricio moqueguano doctor Daniel Becerra de la Flor Ocampo, ilustre médico, profesor de Ciencias Físicas y Naturales, que a través de los cinco años nos dio, junto con sus inolvidables lecciones y el ejemplo de una vida intachable, los más sabios consejos para el futuro. Fue el verdadero forjador y guía de nuestros destinos y su nombre, consagrado como el de Maestro por excelencia, es pronunciado reverentemente por multitud de promociones a las que pertenecen hombres que en la actualidad ocupan prominentes puestos en las actividades rectoras de la vida nacional. Están esculpidas en mí aquellas frases suyas: “La importancia de los problemas que les planteo es que, según la forma en que aprendan a resolverlos, les servirá más tarde para encontrar la solución a los múltiples problemas que les presentará la vida”.