POR: ALEJANDRO FLORES COHAILA
Desde el tiempo de mi madre que se cuentan historias similares. Y el hombre es el que desde antes de eso lleva en su espalda la imagen del antiguo macho representado en películas sesenteras mexicanas, y mucho antes, un imaginario poco empático en donde se intenta encasillar las conductas más vulgares e insalubres del varón. Ha sido así desde que comenzamos a cazar en grupo; las mujeres se abstenían a quedarse en casa, cuidando al niño que luego cazaría como lo hacía el padre.
Luego, de casualidad, se dice que fue una madre de familia, quien dejó caer unas semillas en tierra fértil y, ante la escena natural pero insipiente, brotaron plantas verdes que brindaban comida a las familias. Desde aquel punto se marcó una diferencia entre el rol que tomaría el hombre y el rol que tomaría la mujer.
Luego de siete mil largos años, nuevas olas comienzan a golpear la costa del Pacífico. Alguien se levanta y cuestiona su labor hogareña. Las nuevas generaciones advierten una riada. De momento se sienten los primeros humos de una vívida afluencia repentina de conciencia en la sociedad.
Llega después de varios siglos de desigualdad, evidente y soterrada. Pero no ondea ninguna bandera, es más, casi ni se podría decir que se ha consagrado; sino que es como un atisbo, un suspiro inicial, catalizador lento del movimiento reaccionario a la violencia masculina. Sus gentes se lavan la cara y remangan sus camisas, relegan las ollas al lavado y las dejan sucias como acto político o acto espiritual.
Los roles vilmente instaurados se pierden en la niebla, el caos momentáneo reina y la confusión se ha puesto de pie a reclamar nuevamente el trono. Casi después de siete milenios, volvemos a descubrir que los colores no tienen género y que las labores domésticas se pueden automatizar. Ahora los niños nacen en laboratorios, los deseos sexuales se consuman con pilas doble A, los amantes cumplen su cometido de amar a través de una pantalla y los accesorios que antes eran objeto de burla, hoy son deseados hasta su escasez.
Desde que un humano mucho más antiguo y menos culturizado pintó los interiores de una cueva, o cuando otro de los suyos golpeó dos piedras hasta hallar sincronía en el sonido o en la melodía, se condenó al arte a ser un reflejo de la conjunción de personas que la crean y la consumen.
Esto no quiere decir que todo arte antiguo deba ser entendido como misógino, para nada; las sociedades avanzan y reconocen sus errores, y se debe comprender también que en el tiempo en que se crearon estas obras, exigir un pensamiento propio de este siglo, es bastante excusable.
Pero, de momento, analicemos dos obras controversiales, diferentes una de la otra. Indudablemente, primero debemos analizar el arte visual. “Susana y los viejos y Artemisia Gentileschi” es una pintura del siglo XVII; en ella se ve a dos hombres mayores que susurran al oído de una mujer joven, desnuda y asqueada ante el ímpetu inadecuado de los señores. Esta iconografía demuestra la desesperación desatendida ante la hostil actitud de dos varones que imaginan que el otro género es más cosa que persona. La música y poesía, segundo ejemplo.
En “A la orilla de la chimenea” de Joaquín Sabina, un verso expresa: “Puedo ser tu mal y tu bien, tu pan y tu vino, tu pecado, tu dios, tu asesino.” Conocer antes de juzgar, y cobrar perspectiva antes de hablar, Sabina es conocido por usar muy a menudo a la muerte como símbolo en sus canciones. Y se consideraría machista –y apología a la violencia contra la mujer– si no fuera por el contexto.
Previo a la frase citada, dice de manera romántica: “puedo ponerme cursi y decir…” Sutilmente introduce un término condicional que vuelve a todo lo que diga después en pura ficción, imaginación. Como ya se ha visto en poesía antigua, lo que se escribe es una especie de esencia exterior a quien la escribe, mejor dicho, una ficción.
Y por ello, la ficción puede ir a rincones oscuros y extrapolar lo dañino de las pasiones humanas y los miedos humanos, con el objetivo de superar la infamia y posar los ojos lejos del retroceso; y es necesario tocar temas como este en el arte, pero sin saltar al lado misógino solo por el gusto de hacerlo. El arte se toma licencias imaginarias para poner en juicio lo tóxico de la sociedad para limpiarlo y lavarlo, y entregarlo de vuelta a los dueños.