POR: VICENTE ANTONIO ZEBALLOS SALINAS
El primer ministro, Gustavo Adrianzén, esta última semana respondía ante los lamentables acontecimientos ocurridos en Pataz —el asesinato de 13 personas—, en los que hay una manifiesta responsabilidad política, y va consolidándose una mayoría con determinación a su censura:
“La recomposición de un Gabinete obliga, entre otras cosas, a quien eventualmente pudiera asumir el cargo a tener que presentarse entre los treinta días al Congreso para emitir un voto de confianza. Imagínate que al entrante no le den la confianza. A partir de ese momento, la presidenta de la República puede disolver el Congreso”.
Obviamente, es una treta de bajo calibre, una amenaza encubierta. Pero ¿realmente puede hacerlo? Veamos escenarios.
PRIMER ESCENARIO
Con la Constitución vigente y sin las modificaciones impuestas por el actual Congreso, si el Congreso censura o niega la confianza a dos Consejos de Ministros, el presidente está facultado a disolverlo, pero no puede hacerlo el último año de su mandato.
El presidente Kuczynski, ya fuera de gobierno, se arrepentía de no haberlo hecho ante la arremetida de la prepotencia parlamentaria con 73 congresistas opositores, teniendo que irse forzado por su renuncia.
El presidente Vizcarra la utilizó como un arma política estratégica, planteando distintas propuestas acompañadas de una cuestión de confianza —no pasemos por alto que a Fernando Zavala, premier de Kuczynski, se le había negado la confianza—.
La disolución se incorpora por primera vez en la Constitución de 1979, aunque aquí se requería de tres negativas de confianza o censura. Lo que fue reiterado en la Constitución vigente respondía a salvaguardar el equilibrio de poderes, dado que el Congreso venía realizando un uso desmesurado de las censuras ministeriales, generando inestabilidad política e ingobernabilidad. Se trataba de ponderar las responsabilidades políticas.
SEGUNDO ESCENARIO
Con la experiencia de la disolución congresal dispuesta por el presidente Vizcarra, casi de inmediato el nuevo Congreso se puso a buen recaudo, acotando la figura de la cuestión de confianza a través de la Ley 31355 del 19 de octubre del 2021, a dos meses de ingresar en actividades.
La cuestión de confianza “está referida a materias de competencia del Poder Ejecutivo relacionadas directamente a la concreción de su política general de gobierno, no encontrándose, entre ellas, las relativas a la aprobación o no de reformas constitucionales ni las que afecten los procedimientos y las competencias exclusivas y excluyentes del Congreso de la República o de otros organismos constitucionalmente autónomos”; y si hubiera alguna duda, establece: “solo el Congreso de la República puede interpretar el sentido de su decisión”.
Bajo este contexto, se hace impracticable la cuestión de confianza y sus posibles consecuencias. Hasta antes de esta norma, y recogiendo la argumentación del propio Tribunal Constitucional, esta se entendía como una “cláusula abierta”. Pero más aún: esta ley que pretende “desarrollar” una disposición constitucional, el artículo 134, no le fue encomendada por el poder constituyente. Por consiguiente, lo que correspondía era una reforma constitucional. Lamentablemente, se contó una vez más con la nada extraña complacencia del Tribunal Constitucional.
TERCER ESCENARIO
Aprobadas las modificaciones a la Constitución y el retorno a la bicameralidad —las mismas que entrarán en vigencia a partir de agosto del próximo año—, aún más frágil se encuentra la cuestión de confianza, pues la llamada investidura de un nuevo gabinete ya no dará lugar al planteamiento de la cuestión de confianza.
La disolución parlamentaria se convertirá en un suceso casi imposible, lo que, para algunos especialistas, motiva a entender que nuestro régimen de gobierno “va girando lentamente hacia un parlamentarismo, con tintes presidenciales”.
CUARTO ESCENARIO
El presente. No estamos en el último año de mandato. Es decir, de aquí hasta agosto es posible plantear la interpelación y censura del gabinete Adrianzén.
El Parlamento construyó para sí las armas político-normativas y darle eficacia a su decisión. Y recogiendo nuestra anotación del primer párrafo —de amenaza encubierta—, implicaría que en este corto tiempo se designe un nuevo premier y este, a su vez, sea censurado o se le niegue la confianza, y quede expedita la posibilidad para que la señora Boluarte disuelva el Congreso.
Claro que no ocurrirá. Definitivamente tiene que irse el premier Adrianzén, por la gravedad de los acontecimientos, su directa irresponsabilidad de no decidir oportuna y convenientemente, ninguneando el secuestro para luego culminar en asesinatos.
Sin embargo, puede elegirse un premier que signifique una manifiesta provocación al Parlamento y que este le niegue la confianza. Pero la presidenta necesita del Congreso, en ese forzado espíritu de cuerpo construido a base de conveniencias, socapando mutuas responsabilidades y estableciéndose para su sobrevivencia política.
Por ello, no es extraña a ese diagnóstico la bajísima venia ciudadana: ambas instancias de autoridad no superan el 5 % de aceptación. Y de ocurrir, este Parlamento que es indiferente al interés país puede esperar y aceptar pacientemente cualquier designación, hasta agosto, donde con toda probabilidad puede censurar sin el temor de su disolución.
Lo cierto es que estamos ingresando a una vorágine de mutua destrucción. Conforme se acercan las elecciones, cada quien salvará “pellejos”, si es que les queda. No tanto por deslindar futuras responsabilidades políticas y judiciales, sino por proponerse con buen perfil ante la ciudadanía y la proximidad de las elecciones.
Si algo de orgullo le queda a nuestra representación política, es reconstruir nuestra falleciente institucionalidad democrática, forzando —por la necesidad de las propias circunstancias— un gabinete de “ancha base” que recabe la alicaída confianza ciudadana, que empodere la independencia de nuestro sistema de justicia, que libere de amenazas la autonomía de nuestros entes electorales y que nos permita recobrar la confianza en que las próximas elecciones se tendrá la garantía de que se elijan autoridades probas, decentes, honradas y comprometidas con el crecimiento y desarrollo de nuestro país.
No se pide mucho.