POR: VICENTE ANTONIO ZEBALLOS
Las recientes expresiones de la ministra Hania Pérez de Cuéllar en Juliaca causaron alboroto, y vaya que no es la primera vez. Pero, ¿qué dijo ahora? “Yo les pido con profunda humildad que oren, que recen por todas las autoridades para que no flaqueemos, para que no seamos tentados a robar y sigamos trabajando con la frente en alto”.
Puede ser que las palabras respondan a una actitud de congraciarse con los juliaqueños, quienes tienen una posición frontal con el Gobierno. No obstante, dejó abierto un mensaje: el ejercicio de la función pública o del poder político va acompañado de corrupción o, en todo caso, de su tentación. Y como el político es tan humano que puede ser seducido por el robo, entonces, además del voto electoral, debemos orar para que no se manifieste esa debilidad. Triste expresión de una funcionaria con una sólida trayectoria profesional, que quizás los engranajes tan singulares de la política la induzcan sin reparo alguno a este tipo de declaraciones.
Hoy el Estado está hecho añicos, con las distintas formas de corruptela, no solo en la compleja estructura organizacional del Ejecutivo, sino en todos los demás órganos constitucionales. La respuesta de hace veinte años de los ciudadanos de a pie sobre cuáles son los principales problemas que afronta el país sigue encabezando la corrupción como su manifestación más crítica. Alberto Fujimori, condenado por corrupción y otros ilícitos, fue seguido por distintos mandatarios con procesos penales en curso. Los graves casos de corrupción en los gobiernos subnacionales propiciaron la prohibición de la reelección de alcaldes y gobernadores regionales. La expansión de las contravenciones contra el Estado motivó la modificación constitucional para impedir la postulación a cargos de elección popular a quienes estén condenados por delito doloso.
A la Contraloría General de la República se le facilitaron procesos y presupuestos excepcionales para ayudar a contrarrestar este flagelo, lo que no ha podido evitar que, año tras año, sus reportes sobre corrupción muestren las mismas o mayores incidencias, corroborando un agravamiento. Si bien las distintas exigencias de transparencia a las entidades públicas permiten un mayor acceso de los ciudadanos a la información pública, pudiendo ejercerse una mejor labor de control y fiscalización ciudadana, su efecto mayor, que debería ser el deslinde y sanción de responsabilidades ante los fueros jurisdiccionales, se encuentra con procesos complejos, dilatados y limitados en cuanto a eficacia.
El Parlamento tiene como función la labor de fiscalización, absorbida por sus acciones de control político, como lo impone la agenda mediática, descuidando irresponsablemente su ascendencia política para velar por el correcto uso de los recursos públicos. También prioriza la buena relación con los órganos a auditar para cosechar favores, que es una renovada forma de corrupción. Los consejeros regionales y los regidores municipales, o bien se alinean con la autoridad de turno o bien no logran estructurar una mayoría compacta que haga sentir su labor, permitiendo relegar su labor de fiscalización al ninguneo.
Con el gobierno de Kuczynski se establecieron las Secretarías de Integridad y una serie de instrumentos, como la declaración de intereses, y un fuerte mensaje de lucha contra la corrupción, pero quedaron en las buenas intenciones, pues su propio impulsor tuvo que renunciar por denuncias de corrupción, resultando escasamente eficaces dichas medidas. Los medios de comunicación asumen un rol importantísimo en las denuncias sobre casos de corrupción, especialmente de altos funcionarios estatales, pero luego de las primeras planas y la propia dinámica de las investigaciones, se van decantando por la intrascendencia y caen fácilmente en el olvido, pese a la atención ciudadana. Es común observar la presencia de diversos personajes políticos en los espacios periodísticos, dando mensajes y lecciones de lucha contra la corrupción, cuando están involucrados en denuncias muy serias.
La corrupción y la inacción del Estado en su conjunto para contrarrestarla se convierten en un insumo más para la desafectación ciudadana, puesto que no se encuentran respuestas contundentes y ejemplarizadoras que permitan percibir que hay acciones y decisiones conducentes a adecentar la política y liberarla de sus males, especialmente la corrupción, asumiéndose que para el Estado le resulta natural estas acciones, quedando en la conciencia ciudadana malestar y reproche.
Hace un tiempo, un grupo de jóvenes me decía que no quiere involucrarse con la política porque ésta es sinónimo de corrupción; es el mensaje que va calando y vaciando de contenido a la actividad política, pues no se encuentra en ella la posibilidad de crecimiento y desarrollo, y se la confunde con facilidad como coto de privilegios y latrocinios. Siendo una verdadera lástima esta legítima apreciación, que no es sólo decepción, sino también ausencia de compromiso e identidad con una causa que ya no genera confianza, y esto va minando nuestra ya frágil institución democrática.
Es urgente acudir a una reingeniería de nuestra administración pública, lo que no está alejado de una reforma integral del Estado, pues estos males se nos proponen como problemas estructurales. Uno de los ejes fundamentales es focalizar nuestra atención en la juventud, quienes deben tomar conciencia de su responsabilidad y la necesidad de contar con ellos. Esta necesaria alternancia e involucramiento tiene que impulsarse desde la educación básica regular y con mayor insistencia en las aulas universitarias. Aunque es un proceso a mediano plazo, ya es tiempo de empezar, porque si no, seguiremos arrastrando esta lacra en nuestra evolución histórica política, como anota Alfonso Quiroz. Más que orar por nuestras autoridades, asumamos el compromiso de elegir bien.