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31 marzo, 2025 4:53 am

Nosotros los del C.N. de La Libertad [Parte I]

Me identifico, también, como exalumno, integrante de la última promoción del amado Colegio de La Libertad; así como vistiendo la camiseta blanca del seleccionado de fútbol de Moquegua con la "V" verde en el pecho y la granate del seleccionado del Colegio de La Libertad"; y, como amigo de muchos amigos y amigas, inolvidables; asuntos que paso a referir más adelante.

POR: EDUARDO VEGAZO MIOVICH (PROMOCIÓN 1957)     

Mis ideas, mis imaginaciones y mis anhelos fugan de mi cabeza y de mi corazón, y emprenden raudo viaje a la «Tres veces benemérita y muy noble ciudad», Moquegua, para posarse en un rincón donde transcurrió gran parte de mi vida joven, al disfrute de coloridos y soleados días, y refrescantes noches, que acarician el suelo y el cielo moqueguanos.

Como autor del presente, siendo ileño, me identifico como descendiente de viejas familias moqueguanas por línea paterna, es decir, de mi abuelo, moqueguano, hijo de la distinguida dama doña Eulogia Vélez de Vegazo, mi bisabuela, cuya residencia permanente fue en su vivienda ubicada en la cuadra 10 de la calle Tarapacá, frente a la antigua Planta Eléctrica de la ciudad de Moquegua, y falleció a los 105 años de edad. Me identifico, también, como exalumno, integrante de la última promoción del amado Colegio de La Libertad; así como vistiendo la camiseta blanca del seleccionado de fútbol de Moquegua con la «V» verde en el pecho y la granate del seleccionado del Colegio de La Libertad»; y, como amigo de muchos amigos y amigas, inolvidables; asuntos que paso a referir más adelante.

Con mucho pesar de mi parte, un final de marzo de los años ’50, mis padres me acompañaron a la estación del ferrocarril de Ilo, me compraron el boleto para ser recibido por el portero y me embarqué en «primera clase» (caseta) del Kalamazo, el mismo que, al tercer tañido de campana, partió rumbo a Moquegua para estudiar la educación secundaria en el Colegio Nacional de La Libertad de esa ciudad. Escondí muchas lágrimas, haciéndome el fuerte, pero para mí fue como si me hubieran arrancado de raíz de mi suelo, de mis amigos, de mi familia y de mis amados parajes y paisajes de mi puerto querido.

En aquellos tiempos, no era fácil ingresar y agradar al grupo de compañeros de clase del colegio moqueguano, entre ellos, algunos de apellidos de «buenas familias», de «gente acomodada», de «niños bien» o «de sociedad», como se solía denominarlos, pues mi procedencia era «del puerto» —según me enteré en comentarios sesgados— y por lo tanto para ellos: «playero», «mariscador» o «ileño come pescado podrido», que nunca me lo dijeron directamente, pero se notaba en el «ambiente». Yo siempre mostré serenidad.

Era una especie de light bullyng, o acoso ligero, o de no integración, como se le denomina hoy, arrastrando asuntos con rezagos de pensamientos de otras épocas, en resumen, celos o inmadurez de muchachitos. Pero, más pudo la buena amistad, sinceridad, lealtad y simpatía, y, poco a poco, fui siendo aceptado, a tal extremo que después, nadie notaba mi «extranjería». Terminé siendo el más amigo del grupo «ex bullyngers», de grandes, de chicos, de jóvenes y de viejos, pues tengo el agrado de haber tenido, desde siempre, una buena conducta; quién sabe algo inquieto, sí, pero con mucho respeto hacia mis amigos y a todos, quienes, estoy seguro, me recuerdan como lo acabo de señalar.

Sin embargo, en contraposición a lo antes manifestado, me integré a realizar una costumbre ancestral de la juventud moqueguana. Es decir, algunos amigos nos juntábamos los sábados para hacer caminatas por los cerros o por el valle para conocer nuevas tierras y, de paso, ir a «robar» limas, pacaes, granadas, higos o moras, árboles frutales que, en la mayoría de casos, estaban ubicados en los cercos limítrofes de las chacras.

Pero ese infinitivo «robar», no era hurtar ni practicar el latrocinio. No, no, no. Era, más bien, una especie de deporte, de acrobatismo y de atletismo en las chacras de Estuquiña, de Tombolombo u otras, en donde la «tarjeta roja» del árbitro era nada menos que la «huaraca» (honda) del intransigente guardián de la chacra, quien nos disparaba veloces y pesadas piedras redondas que pasaban muy cerca de nuestras orejas, acompañadas de sus perros tras nosotros casi mordiéndonos los talones, mientras los botones de la camisa iban cediendo por las sacudidas de la veloz fuga y por el peso de las frutas, saliendo, la mayor parte de éstas, disparadas hacia los costados y perdiéndose irremediablemente. Servía, además, para probar nuestra velocidad, nuestros reflejos y la reacción para templar el espíritu. Amén.

Análisis & Opinión