POR: EIFFEL RAMÍREZ AVILÉS
En la literatura existen notorios ejemplos de mujeres asesinas. Es más, si el asesinato es un arte, como lo dijo un escritor inglés del siglo XIX, las mujeres ocuparían el primer puesto. Y ahora que lo pienso: no solo sería artísticamente interesante, sino éticamente relevante.
Recuerdo haber leído con mucho placer El agente secreto de Joseph Conrad. Se supone que se trata de una novela de arrebatados anarquistas en su lucha por la justicia social. Tiene personajes memorables, como el Profesor, un tipo que anda a todos lados con bombas adheridas al cuerpo, listo para estallar. Pero la crítica olvida que lo más notable es la señora Winnie: la que mata a su esposo en un acto de venganza. Con ella, asumimos la idea de que un asesino es como un reloj, no tanto por su precisión, sino por su mecanismo intrínseco: todo ser humano está programado para matar; solo falta ponerle la excusa oportuna para que suene la campanada. Quizá por eso Conrad hace notar un reloj en la pared durante el homicidio del marido.
Todo El agente secreto fue, pues, para mostrar el verdadero mecanismo del corazón de Winnie. Posteriormente, otro escritor de lengua inglesa, William Faulkner, desarrollaría el mismo presupuesto. En “Una rosa para Emily”, vemos nuevamente a una mujer programada para el asesinato. Y la mujer mejor programada para el asesinato, como lo recalca Faulkner, es la mujer inocente. Tanto Winnie como Emily son mujeres candorosas, unánimemente inofensivas. Pero, igual que el agua cristalina cuando se estanca, el alma empieza a enturbiarse. Y para Emily ya no hay marcha atrás, como el tiempo.
Pero al Tiempo los griegos lo llamaron Destino. Y el Destino griego está lleno de asesinas admirables. En la tragedia Agamenón, Esquilo cuenta cómo muere el vencedor de los troyanos. Luego de la guerra, Agamenón vuelve a su patria, trayendo consigo de paso a una vidente. En casa, lo recibe Clitemnestra, su esposa, quien para homenajearlo lo hace ingresar a través de una alfombra púrpura, símbolo disimulado de la sangre. Y, una vez en la bañera Agamenón, Clitemnestra arroja sobre él los fatídicos puñales, para luego cantar: “Este es Agamenón, cadáver ya, mi esposo, / muerto a los golpes de mi mano, digna / obra de un experto artista. He dicho”.
Cómo no, artista es Clitemnestra, porque la muerte para ella es solo un aparato, un cincel, con el que moldea la realidad, como si trabajara en una escultura. Ella hace cumplir el Destino, y eso significa que hay que hacerlo cumplir bellamente, colocando una alfombra, por ejemplo. El invitado, así, debe sentirse cómodo. La víctima debe sentirse agasajada. El puñal es el último aperitivo.
Y concluyamos este repertorio con una de las más grandes asesinas de todos los tiempos: lady Macbeth. Todos admiran a Macbeth, el personaje principal de la obra trágica de Shakespeare. Incluso uno de los más brillantes críticos del bardo inglés, Harold Bloom, apuesta por Macbeth y no por lady Macbeth. Es que Macbeth, ciertamente, es el brutal asesino sin límites: mata al rey, mata a su compañero, mata a un pequeño; y se encumbra en el poder como un tirano. Pero ¿quién le da el empujón inicial; quién lo insta a no dudar; ¿quién llega a ocultar su primer delito, que es como la Causa Primera de los filósofos? Quién más: lady Macbeth.
Lady Macbeth mata sin matar. Lady Macbeth es el símbolo del asesinato, porque los puñales, en sí, son circunstanciales y acaso pueden errar, más para ella es decisivo el alma del asesino: este debe ser conquistado, asegurado. Sabe que el reloj puede fallar, así que trabaja, con mucha fe, para acuñar la voluntad criminal. Su obra es espiritual y he ahí su negro heroísmo.
¡Ay, heroísmo que no quedará impune y con qué lección! Lady Macbeth recibe el castigo del cielo, como anotó Chesterton, y es condenada a limpiarse las manos eternamente. No hay sangre en sus manos, pero ella quiere limpiarse y se lava y se lava. Ella creó a un asesino de carne y hueso, moldeando su alma; ahora debe limpiar sus propias manos, rectificando su alma ruin, lo que es lo mismo: autodestruyéndose. Por eso, a lady Macbeth no le servirá ni el suicidio. Tiene que ser nada.