POR: GUSTAVO PINO
Bajo la persistente lluvia de una tarde gris de 2017 en Arequipa, decido refugiarme en casa. Abro la puerta y Rulfo, mi perro adoptado, me recibe con saltos y una cola que se mueve frenéticamente. Me quito la casaca empapada y me sirvo una taza de café caliente. Mientras Rulfo bebe de su pocillo, corro la cortina y veo la ventana plagada de gotas de lluvia. Me siento en mi escritorio, la computadora encendida, y comienzo a escribir.
La memoria me lleva de vuelta a mi época universitaria, al quinto semestre, cuando vi «Madrid, 1987″ por primera vez. Una película escrita y dirigida por David Trueba que, desde entonces, cambió mi percepción del periodismo y las relaciones humanas. Decido revisitarla y, mientras lo hago, me encuentro absorto en la historia de Miguel (José Sacristán) y Ángela (María Valverde).
La película comienza en un caluroso día de julio de 1987. Miguel, un veterano periodista, espera en un café casi vacío a Ángela, una joven estudiante de periodismo. La tensión entre ambos es palpable desde el primer encuentro. Miguel, con su cinismo y experiencia, y Ángela, con su idealismo y juventud, representan dos mundos distintos que se entrelazan en una serie de diálogos agudos y profundos.
Miguel, en un intento por seducir a Ángela, la lleva al apartamento de un amigo pintor que está de viaje. Ahí, por accidente, quedan encerrados en el baño. Este espacio reducido se convierte en el escenario principal donde se desarrollan las conversaciones más intensas y reveladoras de la película. A lo largo de la narrativa, Miguel expone su visión desencantada del periodismo, mientras que Ángela defiende sus aspiraciones y sueños. La desnudez, tanto física como emocional, se convierte en un elemento crucial, despojando a los personajes de sus máscaras y exponiendo sus verdaderas vulnerabilidades.
Las palabras de Miguel resuenan con una mezcla de nostalgia y resignación: «Antes, cuando me pasaba algo importante, salía corriendo a escribirlo. Hoy, desearía dejar de escribir todo para que me pasara algo importante». Esta reflexión encapsula la esencia de la película: la lucha entre la necesidad de contar historias y el deseo de vivirlas plenamente.
Al terminar de ver la película, me siento a escribir mis impresiones, con Rulfo nuevamente a mis pies, suspirando. Recuerdo otra frase de Miguel que refleja la esencia del periodismo: «El estilo periodístico es algo que sirve para enganchar al lector y que llega por cansancio por tanto escribir… El periodista no existe, solo es un intermediario entre una historia y el lector».
El guion de Trueba es una joya en sí mismo. A través de conversaciones aparentemente cotidianas, logra explorar temas profundos como la ética periodística, el deseo, la inspiración y la inevitable brecha generacional. La película es, en muchos sentidos, un homenaje a la crónica y al periodismo de antaño, un tiempo en que las historias se escribían con pasión y compromiso.
La dirección de Trueba es sutil pero efectiva. La mayor parte de la película transcurre en un solo espacio, el apartamento del amigo pintor de Miguel, lo que podría haber resultado claustrofóbico en manos menos hábiles. Sin embargo, Trueba utiliza este espacio reducido para intensificar la tensión y la intimidad entre los personajes. La cinematografía es sencilla pero evocadora, con tomas que realzan la conexión emocional entre Miguel y Ángela.
Uno de los aspectos más destacados de «Madrid, 1987» es su capacidad para abordar temas de gran relevancia sin caer en el didactismo. La película invita a la reflexión, dejando que el espectador saque sus propias conclusiones. Es una obra que se disfruta más con cada visionado, revelando nuevas capas y matices.