POR: EDWIN ADRIAZOLA FLORES
inicios de 1844 el Gran Mariscal Domingo Nieto estaba dedicado a la lucha contra el Directorio de Manuel Ignacio de Vivanco. Desde la creación de la Junta Provisoria de Gobierno de los departamentos libres del Sur en Tacna, se había empeñado en combatir la nueva intentona de autoritarismo que tenía a Arequipa como capital en el sur. Su trabajo había resultado exitoso pues Tacna, Moquegua, Arica, Tarapacá, Puno, Cuzco, Apurímac y Ayacucho lo habían secundado en este intento y habían demostrado su adhesión.
Pero esa campaña, la última que encabezaría en su corta pero impresionante carrera militar, sería a su vez la causante del deterioro de su salud de manera irreversible. Desde joven Nieto había padecido del hígado y esta situación era conocida por sus compañeros de armas. Agustín Gamarra, por ejemplo, en carta del 1 de febrero de 1831 le decía «Cuídese de que se repitan los ataques al hígado, porque es mala enfermedad. Yo lo quiero ver a Usted siempre sano y robusto, y al frente de los valientes Húsares que han llenado de gloria al Perú.»
Lo exigente de las campañas que emprendió desde 1821 cuando ingresó al ejército, un irregular régimen alimenticio y el poco descanso a que estaba sometido contribuyeron a agravar su estado de salud que desde febrero de 1843 se hizo más patente y, pese a las recomendaciones médicas, no le dio la debida importancia pues, como escribió alguna vez, «es preciso ceder a las fatigas y a los males como el hambre y la sed, que si alguna vez se puede remplazar no es posible exasperarlas impunemente».
A inicios de febrero la campaña contra Vivanco lo llevó a Cuzco desde donde debía partir hacia Apurímac. Sin embargo, su salud le impidió continuar la marcha pues desmejoró rápido, tuvo que guardar cama y ya solo en su habitación de reposo estuvo convencido de que la vida se le iba.
Frases como “aguardo tranquilo y sin remordimientos la hora fatal en que, devolviendo mis restos mortales a la materia, vuele mi alma al seno de su Creador…”, “siento aproximarse el instante en que habré de ausentarme para siempre de vosotros…”, “voy a desaparecer de entre vosotros por ser cumplido el plazo que el Eterno fijó a mi existencia…”, “me despido de vosotros camaradas…” o por último “no seré ya de uno de vuestros conductores…” aparecen en sus últimos escritos.
El día 15 tuvo fuerzas para dictar sus famosas proclamas al ejército y a la nación, pero por recomendaciones expresas no se movió de su lecho de descanso. El 17 de febrero por la mañana departió con algunos camaradas de armas, pero transcurrido el día su salud se agravó considerablemente por lo que mandó llamar al coronel José Gonzales Mugaburu, a don Pacífico Barrios, a don José Chipoco Rivero, al general Francisco Vidal y al párroco Pedro José Martínez a quienes nombró como testigos de sus últimos minutos, dictándole delante de ellos su testamento al escribano don Pablo del Mar y Tapia.
Terminado esto, luego de unos minutos agregó un codicilo final en favor de la Virgen del Rosario y aunque estaba hasta ese momento consciente de sus actos, su pulso ya se mostraba débil por lo que no pudo firmar el documento haciéndolo a su pedido Barrios, Chipoco y Gonzales.
Cumplido que fue este acto protocolar y entrada la noche, Nieto pidió ser confesado acercándose a su lecho el Presbítero Pedro Martínez quien con anterioridad le había aplicado los sacramentos y estuvo con él hasta el último momento. Conversaron un momento y Nieto le solicitó le haga llegar sus saludos al Obispo de Arequipa don José Sebastián de Goyeneche. Su confesión fue breve, quizá reconociendo a Dios como Padre y a María como Madre Santísima; debió pedir perdón por todo aquello que a su criterio debió haber hecho mal y seguro que encomendó su alma a Dios. Luego de esto, expiró. Eran las siete de la noche del 17 de febrero de 1844.
Alguien de los presentes se acercó y le puso un crucifijo en el pecho y cubrió su cuerpo con una sábana dejando al descubierto su rostro.
A las ocho de la noche, el Prefecto de Cuzco Francisco Vidal convocó a don José Gonzales Chipoco Rivero, Secretario General de la Secretaría General de la Suprema Junta de Gobierno, a los coroneles José Gonzales Mugaburu y Francisco Forcelledo y otros más a fin de que certificaran la muerte del Gran Mariscal. En silencio ingresaron a la habitación contemplando el cuerpo tendido en la cama en la que reposaba, con la cara descubierta y su cuerpo tapado con una sábana, mostrando un crucifijo en el pecho.
El Escribano Mayor de Gobierno, don Pablo del Mar y Tapia se acercó al lecho y pronunció por tres veces la siguiente fórmula: «Excelentísimo Señor don Domingo Nieto». Luego de un prolongado silencio y al no recibir respuesta alguna, quedaron todos convencidos y certificados de la muerte del Gran Mariscal don Domingo Nieto Márquez, ordenándose luego redactar y firmar el Acta de Fe de su deceso.
Un hecho sublime le dio una connotación especial a estos últimos momentos de Nieto. Pensando en su esposa María Martínez y Pinillos, a la cual ya no vería pues ella estaba siendo deportada hacia Panamá con destino a Europa, solicitó a su amigo el coronel Pacífico Barrios que, una vez muerto separe su corazón y convenientemente depositado, se lo envíe a su esposa, última y póstuma demostración de amor hacia María.
Este deseo sin embargo no pudo ser cumplido a cabalidad debido a las circunstancias en las que se encontraba María y su familia. El corazón debió esperar hasta 1890 año en que la última hija de Nieto, Fortunata, recibió de manos de Melita, hija del coronel Barrios, el corazón de su padre y procedió a depositarlo al lado de los restos de su madre, uniendo de esta manera a dos seres que el destino y la historia del Perú habían separado tercamente. En la actualidad el corazón de Nieto se conserva en un frasco en el mausoleo que la familia tiene en Lima como reliquia que honra a sus descendientes.