POR: ABOG. JESÚS MACEDO GONZALES
La semana pasada salimos con un grupo de chicos y chicas de la Universidad y nuestra bandera de 30 metros a protestar por la actitud descarada que tuvo la actual presidenta Dina Boluarte de subirse el sueldo, violando diversas normas vinculadas al monto que debe ganar y a los méritos que debiera tener para ganar sus más de 35 mil soles. Sin embargo, José Luis Gargurevich, el director de la ONG Proética, que es una institución que cada año hace una encuesta de percepción sobre la corrupción, escribió un artículo titulado “Ciudadanos pro éticos” que me hizo pensar hasta qué punto valen la pena nuestras protestas en la calle y que vale la pena compartir.
Gargurevich empieza su artículo indicando: “En la teoría, avivamos en los fueros públicos el castigo a la corrupción, pero entre amigos, donde estudiamos, en el trabajo o en la calle, hacemos trampa. Somos fieros anticorrupción, pero no somos convencidos por éticos”. A raíz de ese texto me pregunté: ¿cuántos de los que exigimos castigo a los corruptos en nuestra vida diaria hacemos trampa?
Gargurevich dice que “una nación verdaderamente saludable se hace de ciudadanos íntegros, no sólo de gobernantes honestos. La gobernabilidad no se hace sin los gobernados, y es desde estos últimos que emergen los políticos que hoy nos traicionan. La semilla de la corrupción no se importa: se cocina como producto nacional, vive en la incoherencia de los actos no observados por la lupa de la vigilancia pública, en el atajo, en la coima, en el favor que rompe reglas, en la criollada que hacemos un lunes cualquiera”.
Entonces, es muy probable que la señora Dina antes de ser presidenta —que miente, que engaña, que no se inmuta ante las injusticias— ya haya sido de esa manera antes de ser presidenta, porque antes de ser presidenta era ciudadana. Por lo tanto, en nuestra vida diaria tenemos que empezar a pensar como los ciudadanos y ciudadanas cocinan eso que se llama integridad, que no es otra cosa que la coherencia entre los valores que predicamos y los hábitos y actitudes que tenemos viviendo esos valores, es lo que Gargurevich le llama “los pro éticos”. Los pro éticos son las personas que vivimos los valores que practicamos, y los pro anticorrupción son los que exigimos que se castigue a los políticos por sus actos deshonestos. Podemos ser anticorrupción, pero no necesariamente pro éticos.
Y como les dijo a los chicos en la Universidad, un pro ético es alguien que practica la integridad, que no solo habla de valores, sino que los vive. Y la integridad no significa que no cometemos errores. La integridad significa que, si por alguna razón he roto el valor que decía predicar y practicar, estoy en la capacidad de asumir mi responsabilidad por el ejercicio o no de ese valor. La responsabilidad es la capacidad de asumir las consecuencias de mis actos buenos o malos, de lo que hice, de lo que no hice o de lo que me equivoqué. Eso significa que si rompí el valor tendré una sanción moral o jurídica y la aceptaré, desde pedir disculpas, hasta ser sancionado con una multa o una pena. Y en ese sentido, la primera escuela de valores es la familia.
Gargurevich agrega: “La corrupción es un enemigo común porque siempre está asociada a la putrefacción de los malos, que son siempre los Otros, y a los que exijo cuentas y sanciones. No a mí. A lo más, me persigue la culpa de la irresponsabilidad. La vara de la ética se dobla y se ablanda cuando pretende medirme a mí y a los míos”. ¡Interesante, ¿no? Porque el refrán dice: “Con la vara que midas serás medido”, pero no nos estamos midiendo con la misma vara; al político sí, una vara dura, pero cuando tenemos que evaluarnos entre amigos o a nosotros, ahí la vara es blandita. ¿Es correcto esto?
Acabo con estas frases de Gargurevich: “El giro es ahora y nos compromete a todos: de la lupa que hace visible el delito, de la indignación que queremos escuchar de la voz de las instituciones, a pasar a ponerle ganas a la acción con propuesta, a las soluciones y al compromiso de involucrarnos en ellas”.