POR: Eiffel Ramírez Avilés
Me extraña de algún modo la falta de compromiso de muchos intelectuales. En verdad, el mundo de hoy hace que los intelectuales no se comprometan con nada. O, digámoslo en otras palabras, hacen, sí, que se comprometan: denuncian la pobreza; execran los índices de violaciones; claman por más democracia. Pero si eso es llamarse compromiso con algo, entonces yo también puedo comprometerme con el número cinco, abrazarlo y decirle que lo quiero. Los intelectuales aman solo números, buscan solo estadísticas, diluyen la crítica en la nada. Tiran flechas a las nubes.
Pues la única forma de dejar atrás esa inútil vaguedad es concretizando el objetivo. Y la forma de realizarlo es observando a la persona real. No a números. Sino a seres de carne y hueso, quienes, por su responsabilidad, muchas personas sufren. Por su culpa, hay muchas calamidades. Algunos marxistas dirán: los individuos no tienen peso en la historia, son las masas las que deciden. Pero pienso que, si Lenin hubiera sido apresado, desterrado definitivamente o muerto antes de octubre 1917, la historia de Rusia hubiera sido distinta.
“La cabeza tiene que caer” es una frase políticamente eficaz. Y es eficaz sobre todo contra regímenes autoritarios y tiránicos. El Gobierno del Terror en Francia, de Maximilien Robespierre, cayó por el arresto y la muerte de este. La dictadura de Rafael Trujillo en República Dominicana se terminó con su asesinato. Por mis ejemplos, se puede pensar: un magnicidio es la solución contra toda dictadura. Eso sería compararnos al nivel de los dictadores que no tienen miramientos en ordenar (o permitir) crímenes. Soy partidario de la vida, pero también creo que se debe probar todos los medios alternativos y eficaces para expulsar al tirano del poder.
En realidad, hay muchos tiranos o Calibanes (lo tomo de un célebre personaje de Shakespeare) en el mundo de los cuales la humanidad se debe deshacer. Puedo mencionar por ahora solo cuatro: Vladimir Putin en Rusia; Benjamín Netanyahu en Israel; Nicolás Maduro en Venezuela; y Dina Boluarte en Perú. El presidente ruso, verbigracia, lleva más de veinte años en el poder y eso ya es un indicio claro de su tiranía, pero lo que es peor: en su manía napoleónica, ha iniciado una guerra miserable para anexarse tierras. En paralelo, el primer ministro israelí, Netanyahu, en un afán de ganarse réditos políticos y motivado por un fanatismo, promovió una de las mayores tragedias de nuestros tiempos: convertir al pueblo judío en un pueblo genocida al invadir Gaza.
En la esfera latinoamericana, Nicolás Maduro pretende perpetuarse en el poder. Además, reprime a sus gobernados hasta matarlos. Típico autócrata que sabe que su libertad, y hasta su vida, está en juego y, por tanto, se defiende a sangre y fuego. Un salto hacia adelante en Venezuela significa la caída de este Calibán. El caso de Dina Boluarte es irregular frente a los anteriores: ella es una tirana asustadiza. Ha decidido mantenerse en el poder en base al miedo (las matanzas de su Gobierno han amedrentado a la población), pero ella misma se hunde en ese mismo miedo, hasta la desesperación de concederlo todo a todos. Y los oportunistas sacan inmenso provecho de su temor a ser encarcelada. El Perú se dignificará un poco con su expulsión del poder.
Cuando hablaba, pues, de un compromiso real, me refería a una lucha sin descanso contra estos Calibanes. Señalarlos. Acusarlos. No dejarles el sueño tranquilo. Eso implica también avergonzar a sus secuaces. Exponerlos. Increparles. Desobedecerles. Y, lo que es más efectivo: insurgir, que más que la ley o la constitución, nos ampara la justicia y la verdad.