Laura no está, Laura se fue…

Han pasado exactamente trece años, un mes, 01 día, cuatro horas, treintaicinco minutos y dieciocho segundos, desde que Laura, mi madre, se fue para siempre. Fue una mañana del dieciocho de abril del dos mil seis. Ya no está, ni estará para celebrar mis días de agosto y los días de diciembre de ella en la que solíamos festejar los años que se nos venía encima.

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POR: JULIO FAILOC RIVAS

Para que tú entres el corazón se me abre a veces de tristeza. El corazón se me abre a veces de tristeza para que entre el tiempo de ayer envejecido.

Han pasado exactamente trece años, un mes, 01 día, cuatro horas, treintaicinco minutos y dieciocho segundos, desde que Laura, mi madre, se fue para siempre. Fue una mañana del dieciocho de abril del dos mil seis. Ya no está, ni estará para celebrar mis días de agosto y los días de diciembre de ella en la que solíamos festejar los años que se nos venía encima.

El recuerdo eterno de Laura hace que aún se mantenga intacta la herida que llevo en nombre de ella. Laura era bella, como decía la canción de Emanuel, eternamente bella. Tenía los ojos chiquitos y negros como los míos. Sus cabellos eran obscuros y largos como una noche apagada sin estrellas. Era blanca como el alba, y el color de su piel se tornaba conforme las horas del día transcurrían, hasta confundirse con el color del atardecer cobrizo de Arequipa. Su sonrisa olía a cielo, y su risa, era fácil y de corta duración, tal vez por esa extraña tristeza que guardaba celosamente en silencio.

Aun cuando ella no era muy cariñosa, y poco proclive a decir “te amo”, yo sabía que nos quería. Lo demostraba en cada uno de sus actos, en la pasión que entregaba en cada instante que vivió por nosotros. No decía; hacía. Hablar le quitaba tiempo para el acto. Trabajaba intensamente, hasta que muriera y naciera nuevamente el sol, e hizo que nunca nos faltara nada. No se cómo lo hacía, o cómo hizo, pero cada uno aprendió a leer de ella, antes que a escribir.

Leía ferozmente, era intensa y apasionada por la lectura. Podía leer un libro y empezar otro al final del día. A diferencia de mi padre, era culta, pero incapaz de ufanarse de lo leído. La recuerdo con un libro en su regazo y tejiendo a la vez para poder mantenernos en las épocas que papá no tenía trabajo. Trabajó hasta su último día, y descansó los días en que pidió permiso para morirse.

Así la recordaré a Laura hasta el día en que tenga que juntarme con ella y deje de ser un hermoso recuerdo para convertirse en un instante perpetuo.

Para que tu entres el corazón se me abre a veces de tristeza, pero ya no es esa tristeza que cansa ni hiere, sino esa tristeza que hace que tu recuerdo duela menos, pero dure más y que hace que te sigamos amando a perpetuidad.

Feliz día mamá, donde quieras que estés.

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