POR: EIFFEL RAMÍREZ AVILÉS (MG. EN FILOSOFÍA POR LA UNMSM)
Existe, en teoría política, una antigua tesis que señala que el Estado debe ser como un Leviatán, es decir, un monstruo gigantesco capaz de atemorizar a sus súbditos (ahora los llamamos ciudadanos), de tal modo que traten de cumplir siempre con las leyes fijadas en un pacto social. El Leviatán ha quedado, pues, como la idea de un Estado fuerte y soberano.
Pero el Leviatán es un peligro, verdaderamente. Es cierto que un Estado, debido a un contrato social, debe hacer imperar el orden y la paz, a través del legítimo uso de la fuerza: sabemos que, sin cárcel ni uniformados, los malhechores vivirían a sus anchas o a expensas de los más débiles. Sin embargo, todo Estado que se considere como absolutamente rígido y poderoso deriva, si no en un totalitarismo, en un autoritarismo desmedido. Y es esta desmesura la que puede causar graves afectaciones a los derechos de los ciudadanos. El Estado Leviatán es un Estado ciego, que no duda en imponer el orden y la obediencia, inclusive a costa de daños colaterales.
Es este tipo de Estado el que se vislumbra ahora en nuestro país. La tremenda ignorancia de nuestros políticos los ha llevado a razonar del siguiente modo: puesto que hay manifestaciones, hay que aplacarlas a gas y fuego; puesto que hay ataques a los bienes públicos y privados, es necesario reimplantar el orden sin miramientos; puesto que necesitamos mejorar la economía, hay que arrestar a diestra y siniestra a los que toman carreteras. Y para ese fin, invocan al Leviatán y este hace su función. Las consecuencias ya las conocemos todos: decenas de hombres y mujeres con balas dentro de sus cuerpos.
Decir que las muertes producto de las manifestaciones en el sur peruano las debe investigar la fiscalía, es otra broma triste. Todos sabemos que los expedientes judiciales en el Perú duermen el sueño de los justos, y, en todo caso, sabemos muy bien que se le echará la culpa a la bala, es decir, a nadie. La impunidad ha sido nuestra divisa desde hace siglos.
Haber levantado a Leviatán ha sido una tragedia. La primera forma de remitir los actos de este monstruo maquinal es la renuncia de la presidenta de la república. Lo tiene que hacer en primer lugar, por supuesto, por consciencia moral; y si no es así, que lo haga, aunque sea por un mínimo de credibilidad, pues su figura política está ya casi arruinada.
Pero además de concentrarnos en la presidenta, deberíamos también fijar la mirada en los jerarcas militares y policiales que, notablemente, han sido el brazo cruel de Leviatán. Esos jerarcas –ya lo dije alguna vez– no ganan otra guerra que la represiva contra su propia población. Tienen que enfrentar, pues, el juicio público que se merecen.
Queda por reconocer que las protestas del sur no son solo movilizaciones coyunturales, sino que se trata de reivindicaciones históricas; su reclamo viene de mucho tiempo atrás. Quieren visibilidad; desean a un Estado que los atienda; no buscan el hundimiento de Lima, sino que la centralidad que rige al país, tan oprobiosa como colonial, se difumine, y se sienta por fin el peso político y cultural de los hombres y mujeres de otras regiones.
Las trompetas de Leviatán han encontrado la mayor resistencia en las voces del sur. Voces de libertad.