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26 enero, 2025 9:52 pm

La vuelta de Pizarro

Ninguna de las dos posturas, por sí sola, es la correcta. La tesis correcta, por lo tanto, es asumir a Pizarro como una figura contradictoria: destructor y constructor, ruin y virtuoso, analfabeto y visionario, un ser ubicado, en fin, en el purgatorio de nuestra historia.

POR: EIFFEL RAMÍREZ AVILÉS     

Hace años, cuando era estudiante, me gustaba holgazanear en el Parque de La Muralla. Me gustaba el lugar, realmente, porque no era muy concurrido y me era posible leer en paz, sin distracción. Sin distracción es un decir, pues, de vez en vez, levantaba la mirada y me fijaba en la enorme estatua que tenía cerca. Se trataba de un caballero: llevaba peto, espada desenvainada y penacho sobre el morrión, además de montar un imponente corcel. Era, por supuesto, la efigie de Francisco Pizarro, el conquistador del Perú.

A diferencia de mí, a este Pizarro prácticamente lo habían obligado a estar ahí, casi fuera de la vista de la gente. Es más: si alguien llegaba a verlo por casualidad, se le perdía de inmediato el interés. Sin embargo, ahora Pizarro ha regresado a un lugar más vistoso, el pasaje Santa Rosa, y, además, muy cerquísima de la plaza de armas de Lima. Las personas, por ello, aprovechan para contemplarlo detalladamente, lanzarle el flash y leer su placa conmemorativa.

Pienso que son varias las razones para que la estatua volviese, pero la más importante que se afirma es que Francisco Pizarro merece siempre el reconocimiento por haber fundado Lima y, a la larga, nuestro país. Pizarro fue fundador, ciertamente. Así se lo reconocen varios estudiosos. De ese modo, este español está inscrito, de manera indeleble, en nuestra historia. Son hechos. No hay vueltas que dar a eso. Pero sí hay que darle vueltas, y mucho, al símbolo de Pizarro, es decir, a cómo nos lo estamos representando desde nuestros tiempos modernos.

En ese sentido, se proponen dos posturas. Por una parte, están los hispanófilos que, como su propio nombre lo expresa, reparan más en la riqueza de la cultura ibérica y aplauden su aporte significativo (en lengua y religión) a las tierras americanas. De ahí que Pizarro venga a ser para ellos la llave de acceso a un mundo civilizado y, en consecuencia, no debe faltar nuestra infinita admiración y gratitud hacia su gesta.

Puedo llamarle a eso también la leyenda blanca de Pizarro. Se le ve como un legitimado campeón, inclusive moral. Leyenda que, sorprendentemente, fue divulgada (quizá sin querer, otorguémosle la duda al gran maestro) por Miguel de Unamuno en una página de su Vida de don Quijote y Sancho. En este libro, compara al conquistador trujillano con don Quijote. Pizarro: el caballero loco que, en vez de molinos, enfrenta a masas de indios solo. Y si miramos hacia los nuestros, otro eminente pizarrista fue Raúl Porras Barrenechea, quien desbarató la injuriosa acusación de llamar a Pizarro porquerizo.

De otro lado, están los detractores de Pizarro. También se les suele llamar indigenistas (aunque, en verdad, este último término se ha prestado para muchas cosas). Se cree, según estos, que Pizarro, y junto con él lo español, representa la dominación, la explotación y la carnicería. Fue aquel, en efecto, un invasor que saqueó riquezas y subyugó pueblos. Y el primer gran enemigo moderno del símbolo de Pizarro fue el historiador William H. Prescott, quien, en vez de considerarlo fundador, lo rebajó al grado de jefe de pandilla y pérfido. En suma, para los indigenistas, el conquistador merece hasta el día de hoy el repudio.

La disputa entre hispanófilos e indigenistas, en tanto polos opuestos, parece no tener solución. Ahora me toca decir: más bien, en tanto polos opuestos, esa es la solución. Los partidarios de Pizarro asumen la grandeza de este, pero ponen bajo la alfombra sus asesinatos; los contrarios a su figura, exhiben sus crímenes, pero tratan de olvidar su innegable puesto en la historia peruana. Ninguna de las dos posturas, por sí sola, es la correcta. La tesis correcta, por lo tanto, es asumir a Pizarro como una figura contradictoria: destructor y constructor, ruin y virtuoso, analfabeto y visionario, un ser ubicado, en fin, en el purgatorio de nuestra historia.

No es el único ejemplar en el mundo. Salvando las distancias, Francia tiene a Robespierre; Inglaterra, a Cromwell. Estos fueron héroes y villanos a la vez. Nosotros tenemos, para bien y para mal, a Francisco Pizarro. Y si el Perú tiene dentro de sí la virtud de las contradicciones, el polémico monumento merece estar, en verdad, en cualquier parte.

Análisis & Opinión