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14 enero, 2025 5:07 am

¡La tecnología y la decadencia política!

“Los lugares más oscuros del infierno están reservados para aquellos que mantienen su neutralidad en épocas de crisis moral.” Dan Brown.

POR: CÉSAR CARO JIMENES      

Creo que nadie en su sano juicio puede negar la validez del comentario de Vargas Llosa respecto a que el mundo se ha convertido en una sociedad del espectáculo, el consumo y el placer, dejando sin espacio, en muchos casos, a personajes e instituciones críticas e inteligentes. Por ejemplo, los colegios profesionales han dejado de lado uno de sus principales objetivos: “contribuir al desarrollo del país, participando en la formulación de políticas públicas relacionadas con su campo de acción”. En la práctica cotidiana, casi todos ellos se han transformado en clubes sociales o entidades de defensa gremial. Desde un punto de vista de desarrollo económico, están inmersos en la crisis institucional casi total que vive el Perú, al punto que algunos analistas opinan que da lo mismo que existan o no.

Este es un sentir bastante delicado, dado que –llamémoslo– la reinvención de estos colegios es vital para restaurar la confianza en las instituciones y fortalecer el tejido social y profesional en el Perú. En momentos en que el fracaso de instituciones clave como el Congreso y el Ejecutivo se hace evidente, y en un contexto donde el debate sobre la reducción de la jornada laboral y otros temas sociales es más relevante que nunca, el país enfrenta una carencia significativa: la ausencia de un instituto o entidad de investigación similar a la Comisión de Cobre de Chile, que ha demostrado ser un modelo efectivo en la investigación y análisis de políticas públicas.

La Comisión de Cobre, establecida en Chile, ha sido un referente en la investigación sobre la industria del cobre y su impacto en la economía nacional. Esta entidad ha generado un espacio de discusión donde se analizan datos, se evalúan políticas y se proponen cambios basados en evidencia. Su trabajo ha facilitado un diálogo constante entre el gobierno, el sector privado y la sociedad civil, promoviendo un enfoque colaborativo para abordar los desafíos económicos y laborales del país.

En contraste, el Perú carece de una plataforma similar que centralice y organice la investigación sobre temas cruciales como la reducción de la jornada laboral. Esta carencia ha llevado a que el debate en torno a esta y otras cuestiones sociales sea escaso y, muchas veces, superficial. A pesar de que varios sectores de la población han expresado interés en discutir la posibilidad de una jornada laboral más corta, la falta de un análisis riguroso y fundamentado ha dificultado la formalización de propuestas concretas.

La reducción de la jornada laboral no solo se refiere a la disminución de horas, sino que también implica una revalorización del tiempo de trabajo y su relación con la productividad, el bienestar social y la calidad de vida. Sin un ente que investigue y proponga alternativas basadas en datos y experiencias internacionales, el Perú se queda rezagado en un debate que ya se lleva a cabo en otros países de la región.

Pronto se agregarán a este debate temas como el papel de la inteligencia artificial y la creación del denominado salario básico universal como una forma de disminuir el impacto de la tecnología en la reducción de puestos de trabajo. Esto nos lleva a recordar un axioma que parece ser inmutable: a menos trabajo, más violencia y delincuencia.

Cabe recordar también que no hubo debate ni análisis cuando, hace pocos años, al popularizarse las computadoras electrónicas y, sobre todo, al introducirse Internet, nació una nueva utopía: la sociedad electrónica o virtual. Según esta utopía, las relaciones cara a cara serían reemplazadas por comunicaciones a través de la pantalla. Todos viviríamos en el ciberespacio.

Según esta visión, la gente ya no se reuniría en esquinas, cafés, clubes, comités políticos, iglesias o carbonerías, sino que se comunicaría entre sí a distancia. En las empresas, se eliminaría la sala de reuniones. Las oficinas funcionarían sin papel. Las aulas se convertirían en talleres en los que cada estudiante estaría frente a una pantalla, sin ver jamás a sus instructores. (Mejor aún: las aulas desaparecerían y todos aprenderíamos sin salir de casa). Las bibliotecas serían desplazadas por Internet. Las canchas de fútbol, por juegos electrónicos.

Más aún, el mundo entero se convertiría en lo que el primer gurú de la revolución informática, el profesor canadiense Marshall McLuhan, llamó la “aldea global”. Cada cual podría comunicarse con seis mil millones de congéneres, sin tener que entablar enojosas interacciones personales. También se profetizó que la difusión de Internet perfeccionaría la democracia. Me temo que ha sucedido lo contrario. Y también me temo que seguiremos como los clásicos monos con los ojos, la boca y los oídos cerrados, además de ser una sociedad plagada de autistas.

Análisis & Opinión