POR: ERICK BAYLÓN B.
La llegada de la vid al Perú tiene un punto de partida claro: hacia 1551, Francisco de Caravantes trajo desde España los primeros mugrones, deteniéndose en Canarias sin saber que esa decisión marcaría a varias ciudades del sur. Con esas primeras cepas de uva prieta se inició la viticultura en Lima e Ica, y pronto el cultivo se extendió a Moquegua.
Para 1587, ya existen referencias escrituradas de vino moqueguano, y en 1610, el hacendado Alonso de Estrada dejaba constancia de sus bodegas, lagares y 38 mil cepas en Yaravico, una de las primeras grandes propiedades destinadas a la producción de vinos del valle.
Durante el siglo XVII, los cronistas no ocultaban su asombro. En 1619, Antonio Vásquez de Espinoza registró 30 mil botijas de vino recolectadas en la margen norte del valle, y hacia 1713, el viajero francés Frezier describía a Moquegua como un valle pequeño capaz de producir más de cien mil botijas de vino y aguardiente al año.
EL AUGE EXTRAORDINARIO DEL SIGLO XVIII
El punto culminante de esta historia llegó con la visita del gobernador intendente Antonio Álvarez y Jiménez en 1791. Sus registros revelan cifras que hoy resultan casi irrepetibles: 249,724 botijas de vino, equivalentes a más de 14 millones de litros, salieron del valle ese año. Los vinos eran descritos como “generosos, exquisitos” y comparables con los europeos. En los años de mayor bonanza, se destilaban además dos millones de litros de aguardiente, exportados a Potosí, Oruro y La Paz.
Moquegua era entonces un verdadero emporio vitivinícola. Sus tinajones, botijas, falcas y bodegas formaban un paisaje industrial que ocupaba la extensión del valle, desde la actual ciudad hasta Samegua. El vino era la principal riqueza del lugar, y su fama trascendía fronteras.

GUERRA, PLAGA Y DESOLACIÓN
Pero la prosperidad no duró para siempre. La Guerra del Pacífico trajo incendios, saqueos y la destrucción de centenares de cubas de roble recientemente adquiridas para reemplazar a las tinajas dañadas por el terremoto de 1868. A ello se sumó el ingreso de la filoxera, una plaga que devastó los viñedos y redujo drásticamente la capacidad productiva del valle.
Las cifras del declive son contundentes. Antes de la guerra, en 1874, Moquegua producía más de 2.3 millones de litros de vino y 2.7 millones de litros de aguardiente. Para 1905, esos volúmenes se habían reducido a menos de 480 mil litros de vino y apenas 38 mil litros de aguardiente, una caída que marcó la casi extinción de la actividad vitivinícola tradicional.
La pérdida del mercado boliviano, las inundaciones de 1900 que convirtieron en limo las riberas del valle y el reemplazo de la vid por cultivos más rentables, como el algodón, terminaron por cerrar una época.
Moquegua, “pueblo viñatero por excelencia”, conserva hasta hoy el prestigio de sus uvas de dulzor concentrado y aroma intenso, fruto del clima seco, el sol prolongado y el esfuerzo de generaciones que trabajaron la tierra del valle con dedicación artesanal.
UN LEGADO QUE PERDURA
La historia del vino en Moquegua es más que una crónica agrícola: es un capítulo completo de identidad regional. Sus botijas, lagares, tinajones, sus rutas comerciales hacia el Altiplano y la memoria de un valle que alguna vez abasteció al sur andino, forman parte de un patrimonio que no debe olvidarse.
La vid fue raíz económica, símbolo cultural y uno de los motores que permitió construir templos, haciendas y la vida social de la antigua Villa Santa Catalina de Guadalcázar. Ese legado, aunque reducido, sigue latiendo en cada productor que mantiene viva la tradición.
EL RENACER EN TIEMPOS MODERNOS
Moquegua atraviesa hoy un renacimiento vitivinícola que vibra con la misma intensidad que su sol ardiente y sus valles fértiles. Más de treinta bodegas alimentan la moderna “Ruta del Pisco y el Vino”, un recorrido que honra la herencia ancestral de la región mientras impulsa una nueva era marcada por la creatividad, la técnica y el espíritu audaz de sus productores.
En esta constelación de hacedores del vino destacan con luz propia El Mocho, Viejo Molino y Atencio Tapia, junto a La Gran Cepa, Bodegas Biondi, Rayito de Sol, Parras y Reyes, Jala Jala, Manchego, Campano y muchas otras casas que, copa a copa, han llevado el nombre de Moquegua a concursos nacionales e internacionales. Cada bodega es un relato: tradición familiar, innovación paciente, búsqueda de identidad y respeto por la tierra.
Pero algunas han brillado recientemente como el mismo sol moqueguano. En el prestigioso 30º Catad’Or World Wine Awards, celebrado este mes de noviembre, Moquegua alcanzó un logro histórico:
— Dos medallas de oro para Bodega El Mocho, gracias a su Patrón del Cuadrante Petit Verdot 2024 y Patrón del Cuadrante Malbec 2024.
— Dos medallas de oro para Bodega Viejo Molino, por sus expresivos Charsago Quebranta 2025 y Charsago Moscatel de Alejandría 2025.
— Una medalla de oro para La Gran Cepa, con su elegante Tres Camilas Quebranta 2025.
Estos vinos —que nacen del rigor, la pasión y el carácter de una tierra única— son más que bebidas: son memorias líquidas del valle, son el eco de generaciones que domaron el desierto y transformaron la luz en aroma, color y sabor.
Con información de Retazos de la Historia de Moquegua, de Luis E. Kuon Cabello.


